VIII PERSONA, PUEBLO Y ESTADO
El hombre y el Estado están mutuamente ordenados entre sí
por Dios. La persona individual y el poder público se hallan íntimamente unidos y
vinculados; gobernantes y gobernados están
ligados por derechos y obligaciones. Ni el ciudadano ni el Estado pueden rehuir los deberes correlativos que
pesan sobre cada uno de ellos, ni desconocer los derechos del otro.
Pero como el hombre es, por naturaleza, anterior al Estado y
constituye el fin de la vida social, de
aquí que en esta relación funcional individuo-Estado debe, en último término,
prevalecer el hombre, la persona, pues, a la postre, el bien común a que el Estado
sirve ha de refluir en el desarrollo perfección del hombre. Hasta aquellos valores más universales y más altos que solamente por la sociedad pueden ser
realizados y no por el individuo,
tienen, no obstante, como fin último al hombre. No se puede conseguir el debido
equilibrio del organismo social y aun el
bien de toda la sociedad si no se otorgan a cada una de sus partes, es decir, a
cada hombre, como dotado de la dignidad de persona, los medios que necesita
para cumplir su misión.
El Estado -escribe textualmente Pío XII- puede exigir los bienes y la sangre, pero
nunca el alma redimida por Dios, y cuanto más gravosos sean los sacrificios
exigidos por el Estado a los ciudadanos, tanto más sagrados inviolables deben
ser para el Estado los derechos de las conciencias.
Si bien se mira, la
autoridad civil no gobiernan los hombres, sino que administra asuntos. De modo
inmediato, el objeto de su poder y de su acción son los negocios públicos del país;
sólo de modo mediato gobierna las personas. Por eso, jamás éstas, ni en su vida
privada ni en su vida social, deben verse sofocadas bajo el peso de Administración
del Estado.
Pueblo, no masa
Nada tan opuesto al sentido cristiano de la vida como la
absorción de la persona individual por parte de la comunidad, la injerencia del
Estado en la órbita personal, la negación de la personalidad del hombre, la
cual comporta una dignidad y una esfera derechos fundamentales que nadie puede
violar.
Nada tampoco tan contrario doctrina católica como la
suplantación del concepto del pueblo por el de masa. El Estado es la unidad
orgánica de un verdadero pueblo: no reúne mecánicamente un conglomerado amorfo
de individuos. El pueblo vive y se mueve por obra de su propia vida; la masa es
de por sí inerte y solo puede ser movida desde fuera.
No basta, pues, cuando volver a la persona humana su
dignidad congénita; es preciso, además, oponerse a la aglomeración de los
hombres a la manera de masa sin alma, a su inconsistencia moral, social,
política, económica. Porque, en un pueblo digno de este nombre, el ciudadano siente
en sí mismo la conciencia de su personalidad, unida al respeto de la libertad y
dignidad de los demás.
Derechos personales
Al abordar tema tan clásico como el de los derechos
personales, como objeto de predilección por parte de los Pontífices, es
menester distinguir entre derechos fundamentales de la persona y libertades cívicas
y tratar a unos y otras por separado.
La persona individual tiene unos derechos que son
fundamentales, como que forman parte de su definición: persona es, precisamente,
el ser capaz de derechos y obligaciones. Estos derechos fundamentales derivan
de la naturaleza: son, se diría, congénitos a todo hombre y como consustanciales
con él.
Forman su órbita de libertad de movimientos y se dan, con
razón de medio, como esenciales para que pueda cumplir sus fines propios. El
reconocimiento de los derechos del hombre, en cuanto persona, está anclado
sobre el sólido fondo del acatamiento de los derechos de Dios.
Puede hacerse un catálogo de los derechos fundamentales de
la persona, que de modo explícito sean reconocidos en los documentos papales. Se
intentará su clasificación, respetando
las propias expresiones pontificias, único criterio del artículo.
En relación a su fin último: derecho de seguir, según su
conciencia, la voluntad de Dios y de cumplir sus mandamientos; derecho de
venerar al verdadero Dios y rendirle culto privada y públicamente; derecho a la
formación religiosa; derecho santificar el día del Señor; derecho al ejercicio
de la caridad; derecho a la elección de estado, incluidos el estado sacerdotal
y el de perfección religiosa; derecho a la acción apostólica seglar.
En relación a su vida espiritual: derecho al honor y a la
buena reputación; derecho a vivir su propia vida personal; derecho a su educación
y derecho a la educación de sus hijos; derecho a desarrollar plenamente su vida
intelectual y moral; derecho, en principio, al matrimonio y a la procreación y,
en consecuencia, derecho a la sociedad conyugal y doméstica; derecho a una
patria y unas tradiciones; derecho a un orden jurídico estable y garantizado;
derecho de asociación para fines lícitos; derecho a participar en la vida
pública, así en la actividad legislativa como en la ejecutiva; derecho a
manifestar su parecer sobre los deberes y cargas que le sean impuestas por el Estado.
En relación a sus necesidades corporales; derecho a
conservar y desarrollar la vida del cuerpo; derecho a la integridad corporal;
derecho a los medios necesarios para su subsistencia; derecho al trabajo, en
cuanto medio para mantener la vida personal y familiar; derecho a la propiedad
privada y al uso de los bienes de la tierra.
Nótese que, respecto de algunos de estos derechos, se
señalan determinadas peculiaridades: así, el derecho al matrimonio se reconoce
en principio, puesto que está determinado por la confluencia del derecho de
otra persona, el presunto cónyuge. Y del derecho de propiedad se dicen tres
cosas: que se otorga a todos, porque la Iglesia lo defiende aún para los que
nada tienen; que obliga a la sociedad, en consecuencia, a proveer el modo de otorgar a todos, en cuanto sea
posible, una propiedad privada; y, en fin, que su uso tiene limitaciones sociales. Pero esta
importante materia se desarrollan las encíclicas sociales de los papas más que en
las políticas, que no son ahora el objeto de la presente compilación.
Inviolables y garantizados
Estos derechos fundamentales de la persona son inviolables. Como
concedidos por el Creador, la sociedad no puede despojar al hombre de sus
derechos personales ni impedir arbitrariamente su uso. Han de ser defendidos
contra cualquier atentado en la comunidad que pretendiese negarlos, abolirlos o
estorbar su ejercicio. El Estado debe
siempre protegerlos y nunca puede violarlos o sacrificarlos a un pretendido
bien común. Su reivindicación puede ser, según las circunstancias, más o menos
oportuna, más o menos enérgica. A la autoridad pública toca también proteger y
defender el derecho de cada cual contra su violación por parte de otro.
Los Derechos Humanos, por el Prof. D. Miguel Ayuso
No faltan los documentos papales el capítulo clásico de las
garantías jurisdiccionales de los derechos de la persona. A modo ejemplo: la
relación entre hombre y hombre, del individuo con la sociedad y con la
autoridad, debe cimentarse sobre un claro fundamento jurídico y estar protegida
por la autoridad judicial. Eso supone y exige un derecho formulado con
precisión, normas jurídicas claras, un tribunal y un juez.
Las libertades cívicas
Las libertades llamadas públicas, esto es, las que se
atribuye o reconocen a los hombres en cuanto ciudadanos de un Estado; las
libertades de conciencia, de expresión, de imprenta, de asociación, de cátedra,
de cultos…, si bien toman su origen de los derechos de la persona, no siempre
pueden identificarse con éstos ni tienen su misma naturaleza. Más que originarias,
son derivadas y, por tanto, no absolutas, sino moderadas y sujetas a limitación.
He aquí unos textos que tienen valor de clave de la encíclica leonina Libertas.
Encíclica Libertas, por el Rvdo. D. Javier Utrilla Avellanas
Es totalmente ilícito pedir, defender, conceder la libertad de pensamiento, de
imprenta, de cátedra, de cultos, como otros tantos derechos dados por
naturaleza al hombre. Estas libertades pueden ser reconocidas o teloradas dentro
de ciertos límites y siempre que se use de ellas para el bien. La Iglesia fue
siempre fidelísima defensora de las libertades cívicas moderadas.
La moderación de su uso corresponde, en último término, a la prudencia
política, que incumbe a la autoridad civil. Esta debe empezar por respetarlas,
pero está obligado a reprimir su exceso y sus abusos. No es lícito difundir lo
que es contrario a la virtud y a la verdad, y mucho menos amparar tales
publicaciones con la tutela de la ley. Las opiniones falsas, los vicios corruptores,
deben ser reprimidos por el poder público para impedir su propagación. De un
modo singular merecen repulsa los
errores de los intelectuales, porque la mayoría de los ciudadanos no pueden por
sí mismas prevenirse contra sus artificios; ejercen sobre las masas una
verdadera tiranía y deben ser reprimidos por la ley con la misma energía que
otro cualquier delito inferido con violencia a los débiles.
Con el cambiar de los tiempos originan esta materia una
cierta confusión terminológica; por eso es necesario precisar términos y
conceptos.
Conciencia y culto
Una cosa se entiende por libertad de conciencia, expresión
clásica cuñada por el liberalismo racionalista, para firmar la falsa tesis de
que es lícito a cada uno, según le plazca, dar o no culto a Dios o bien manifestar y defender públicamente sus ideas,
sin que la autoridad eclesiástica o civil pueden limitar esa libertad; y otra
cosa distinta por libertad de la conciencia, expresión cristiana que significa
el derecho del hombre de seguir la voluntad de Dios según los dictados de su
propia conciencia y el derecho a profesar su fe y practicar la forma de debida.
Esta libertad verdadera, libertad digna de los hijos de Dios, es la que está
por encima de toda violencia y a salvo de cualquier opresión; a pesar de que
los liberales racionalistas califiquen a veces de delito contra el Estado cuanto
hacen los católicos por conservar esa cristiana libertad.
De la falsa libertad de conciencia dimana la no menos
ficticia libertad de cultos, según la cual cada uno puede procesar a su
arbitrio la religión que prefiera o no profesar ninguna. Esta no es libertad;
es una depravación de la libertad, pues equivale a conocer el falso derecho de
desnaturalizar una obligación santísima y ser infiel a ella.
El Estado no puede fingirse neutral en materia religiosa. No
le es lícito medir con un mismo nivel todos los cultos, porque no todos son
igualmente aceptables y gratos a los ojos de Dios. La religión verdadera, la
que Dios mismo ha mandado, esta es la que deben conservar y proteger los
gobernantes. En cuanto a tolerar de hecho los cultos disidentes, son de
aplicación los criterios hasta ahora expuestos sobre la libertad y tolerancia.
Libertad de expresión
Si pasamos a la libertad de expresión, encuentra ésta su
licitud en la verdad de su contenido y en la moderación de su ejercicio. La
libertad de expresión del pensamiento, abstracción hecha de su verdad o de su
error, no es por sí misma un bien; ni existe derecho a tal libertad considerada como
absoluta e inmoderada, sin limitación ni
freno.
Su límite primero, y
el principal, se da, pues, en razón del contenido. Existe el derecho de
propagar con libertad lo bueno y virtuoso; no lo falso y perverso. Pero hay
otras limitaciones al derecho de propagar, aun lo que sea sí bueno verdadero: a
esta propaganda se le exige, v.gr., moderación y prudencia para no herir el
juicio legítimamente discrepante de los otros, ni menos desafiar su lealtad su
ofender su buena fe.
La doctrina papal es amplia y abierta por lo que toca
materia opinables. En ellas está permitido a cada uno tiene su parecer disponer
libremente. En las cuestiones en que los maestros de institución divina no
hayan pronunciado su juicio, está autorizada por completo la discusión libre, y
a cada uno podrá mantener y defender su propia opinión. Esta libertad de opinión
en cuestiones disputables es, en sí, buena y conduce muchas veces al hallazgo
de la verdad.
Concretamente, en materias políticas, por ser éstas en gran
parte opinables, pueden ser defendidos legítimamente pareceres diversos.
Libertad “de cátedra”
Otro equívoco de términos o expresiones, que es conveniente
esclarecer, se da respecto de la libertad de cátedra con relación a la libertad
de enseñanza. Por la primera entendía el liberalismo el supuesto derecho de
enseñarlo todo sin discriminación: lo bueno y lo malo, lo verdadero y lo falso.
Arranca esta tesis del falso principio, arriba examinado, que concede los mismos
derechos a la verdad que al error, a la virtud que al vicio. Contrariamente a ella,
la enseñanza de la doctrina debe tener por objeto exclusivo la verdad;
solamente la verdad debe penetrar en el entendimiento y enseñorearse de él.
Todo deriva del mal entendido concepto de libertad, y no hay
razón para que, en nombre de ésta o en el de la verdadera ciencia, se indigne
nadie ni lleve a mal las justas y debidas normas que, de consumo, la razón y la
Iglesia imponen para regular el estudio de las ciencias humanas. En cuanto al
poder público, no puede, sin quebrantar sus deberes, conceder a la sociedad una
tal libertad de cátedra.
Por libertad de enseñanza, en cambio se entiende como el
libre ejercicio de la función docente que no puede arrogarse el Estado en
monopolio, pues corresponde antes que a él a la familia y a la Iglesia. Pero
este tema ya ha sido dado.
Queda por decir una palabra sobre libertad de asociación,
defendida siempre, en principio, por los Papas, en consonancia con su respeto a los cuerpos intermedios.
La Iglesia no sólo reconoce el derecho de asociarse, sino
que expresa vivamente su deseo de que sean fundadas de continuo nuevas
asociaciones, singularmente para la defensa de los intereses profesionales y
económicos. El límite de este derecho está en el interés del bien público, al
cual debe supeditarse siempre el interés parcial de cualquier grupo.
Abusos del estatismo
Al paso que se exponía la buena doctrina sobre los derechos
personales y las libertades públicas, han quedado refutados los errores que a
ella se oponen. Se dan la mano, en este campo, aunque parezca entre sí
antagónicos, como el liberalismo y el comunismo. Y la razón es que tienen la viciada
raíz común de un erróneo concepto de la persona. Así ocurre que, a lo largo de
la historia contemporánea, a los liberales, antaño individualistas, les nacen
con hijos espirituales los totalitarios.
Del falso concepto de los derechos del
hombre y del ciudadano proclamado por la Revolución política por excelencia, la
francesa de 1798, surgen los excesos de la democracia, y ésta engendra después
el estatismo. Se diría que las libertades públicas, creación de la democracia,
ahogaron a los derechos personales, que eran sagrados para el viejo orden
tradicional. No se habla de su conculcación, qué es cosa de todos los tiempos,
sino de su negación teórica por obra de los totalitarismos de toda laya, ya sean
burgueses o comunistas. Dondequiera que
se ha dado la expoliación por el Estado de los derechos personales, allí ha
caído el hombre en esclavitud.
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