Cuaderno 14. La Virgen María Corredentora: Fundamentos, Desarrollo Histórico y Doctrinal


Se publica el Número 14 de la serie Cuadernos : La Virgen María: Corredentora y Mediadora de todas las gracias, donde se recogen los fundamentos teológicos y doctrinales que fundamentan los títulos de Corredentora y Mediadora de todas las gracias, de la Virgen María.
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La doctrina de la Virgen María como Corredentora propone que María Santísima participó de modo singular y subordinado en la obra redentora realizada por Jesucristo. Corredentora (del latín co-redemptrix, «co-redentora» o «redentora conjunta») no implica igualdad con Cristo Redentor – único Mediador y Salvador – sino su cooperación única, maternal y dependiente de Él en la redención del género humano. 

Esta noción se arraiga en la Tradición, anterior al Concilio Vaticano II, y refleja la doctrina católica tradicional sobre María como la «nueva Eva» y asociada al Nuevo Adán en el plan divino de salvación. La presente entrada examina en profundidad los fundamentos bíblicos, patrísticos y dogmáticos del título de Corredentora, su desarrollo histórico a través de Padres de la Iglesia, teólogos medievales, escolásticos, místicos y santos, así como los pronunciamientos del Magisterio eclesiástico (Papas, concilios y documentos pontificios).

Asimismo, se abordan las controversias internas, debates teológicos y matices que esta doctrina suscitó dentro de la Iglesia, todo con rigor académico, fidelidad a la enseñanza católica tradicional y prescindiendo de la  influencias modernista,  posteriores al Concilio Vaticano II.


Fundamentos bíblicos de la corredención mariana


La Sagrada Escritura, sin emplear el término «corredentora», ofrece los cimientos de la cooperación de María en la redención. Ya en el Génesis aparece prefigurada la unión de la Mujer y su descendencia en la victoria sobre el mal: Dios anuncia que pondrá enemistad entre la serpiente y la Mujer, «entre tu linaje y el suyo» (Gen 3,15). La tradición cristiana ha leído este pasaje como un protoevangelio, identificando en la «Mujer» a María junto a Cristo, el Redentor, triunfando sobre Satanás. 

En efecto, el Papa Pío IX enseñó que con aquella profecía divina del Génesis «fue designado el misericordioso Redentor del género humano – el Hijo unigénito de Dios – y designada su Santísima Madre, la Virgen María, y al mismo tiempo las enemistades de entrambos contra el diablo… Así como Cristo… triunfó en la cruz, la Santísima Virgen, unida a Él indisolublemente, triunfó plenamente aplastando la cabeza de la serpiente con su pie inmaculado». Esta interpretación revela el fundamento bíblico: María, por singular gracia, fue asociada desde el principio al triunfo redentor de Cristo sobre el pecado y la muerte.


En el Nuevo Testamento se contempla ya el rol cooperador de María. Su fiat en la Anunciación (Lc 1,38) fue el consentimiento libre mediante el cual el Verbo eterno pudo encarnarse: «Hágase en mí según tu palabra». Esa obediencia de María a la voluntad divina contrasta con la desobediencia de Eva, inaugurando la restauración de la humanidad en Cristo. San Ireneo (siglo II) glosa este paralelismo afirmando que, «así como Eva, por su desobediencia, fue causa de muerte, María, por su obediencia y fe, se convirtió en causa de salvación para sí misma y para todos los hombres» (1). 

Igualmente, San Justino Mártir (siglo II) escribió que «la virgen María concibió fe y alegría cuando el ángel Gabriel le anunció la buena nueva» en oposición a Eva, que «siendo virgen e incorrupta… concibió la palabra de la serpiente y engendró desobediencia y muerte» (2). Estas páginas inspiradas y su interpretación patrística establecen el arquetipo de María como la «Nueva Eva»: «muerte por Eva, vida por María», resumiría más tarde San Jerónimo^(3).




Otros episodios evangélicos confirman la cooperación materna de María en la redención. En la presentación de Jesús en el Templo, el anciano Simeón profetiza a María que «una espada atravesará tu alma» (Lc 2,35), anunciando la íntima unión de la Madre con los sufrimientos redentores del Hijo. Esta unión culmina en el Calvario: María está de pie junto a la cruz de Jesús (Jn 19,25), participando con dolor maternal en el sacrificio de Cristo. La entrega que Jesús hace desde la cruz – «Mujer, he ahí a tu hijo» (Jn 19,26) – es leída por la Tradición como la constitución de María como Madre espiritual de los creyentes, fruto directo de su participación en la obra salvífica. En clave teológica, San Pablo enseña que los cristianos podemos «completar en nuestra carne lo que falta a los padecimientos de Cristo, en favor de su Cuerpo que es la Iglesia» (Col 1,24). ¡Cuánto más esta colaboración sufriente habría de aplicarse a María!, perfectamente unida a Jesús en compasión en el Gólgota. La Escritura, por tanto, no usa la palabra Corredentora, pero muestra a María íntimamente vinculada a Cristo Redentor: por su consentimiento activo, por su colaboración en el orden de la gracia (traer al mundo al Salvador), y por su com-pasión al pie de la cruz – todo ello dispuesto por Dios para nuestra salvación.


Testimonios patrísticos: María como «Nueva Eva» y colaboradora del Redentor


Los Padres de la Iglesia reconocieron desde los primeros siglos el papel singular de María en la economía de la salvación, desarrollando con diversas expresiones la intuición bíblica de la nueva Eva. Ya en el siglo II, además de Ireneo y Justino, otros escritores apostólicos y apologistas delinearon esta doctrina naciente. Por ejemplo, San Ignacio de Antioquía († c.107) alude a la virginidad y maternidad de María como misteriosamente guardadas «del príncipe de este mundo», lo cual preludia su victoria con Cristo sobre Satanás. Aunque en los primeros tres siglos la reflexión se centró más en la identidad de Cristo (contra herejías como el gnosticismo y el arrianismo), la figura de María ocupó un lugar importante en la transmisión de la fe: se la confesaba «Madre de Dios» (Theotokos) y «nueva Eva», vinculada a la restauración del orden sobrenatural.


En el siglo IV, con la paz constantiniana, emergen claras afirmaciones patrísticas. San Efrén de Siria (†373) canta en sus himnos a María como «la tierra virginal que nos dio el fruto de la vida», ponderando que por Ella nos vino la bendición que contrarresta la maldición de Eva. En Occidente,  San Ambrosio de Milán (†397) retoma el paralelismo Adán–Cristo y Eva–María para catequizar a las vírgenes consagradas, llamando a María «cooperadora de la redención» en sentido amplio, por haber engendrado al Salvador para el mundo. San Agustín de Hipona (†430) sintetiza la tradición anterior con una fórmula memorable: «Por una mujer nos vino la muerte, por una mujer nos vino la vida» enseñando que María, al dar a luz al Salvador – Vida del mundo –, tuvo un rol objetivo en comunicarnos la vida divina (3). En sus sermones, Agustín profundiza que María «cooperó mediante la caridad» al nacimiento espiritual de los miembros de la Iglesia, pues concibió a Cristo primero en su corazón por la Fe antes que en su seno. Así, a lo largo de los siglos IV y V, se consolidó la convicción de que María, la toda santa Madre de Dios, participó activamente en el designio redentor: su Fe y obediencia en la Encarnación deshicieron el nudo de la desobediencia de Eva, y sus dolores unidos a los de Cristo tuvieron valor reparador para la humanidad caída.





El Concilio de Éfeso (431) definió solemnemente a María como Theotokos (Madre de Dios), defendiendo la unidad de la persona de Cristo. Aunque esta definición dogmática no trató explícitamente la corredención, sus implicaciones son claras: al reconocer a María como verdadera Madre de Dios encarnado, la Iglesia afirmaba su colaboración íntima en el misterio de la Encarnación redentora. Los escritores pos-efesinos subrayaron entonces con más libertad la figura de María al pie de la cruz. San León Magno (†461), por ejemplo, describe que «cuando Cristo nació de la Virgen para nuestra salvación, María suministró la naturaleza humana, para que Dios obrase en ella la Redención de todos». Aunque la soteriología patrística mantiene siempre a Cristo como único Redentor, causa principal de la salvación, sitúa a María como causa instrumental o cooperadora vinculada singularmente a Él. De este modo, la eclesiología y mariología de los Padres legaron a la Iglesia una visión orgánica y tradicional: así como Eva estuvo asociada con Adán en la caída, María estuvo asociada con Cristo en la Redención.


Desarrollo doctrinal en la Edad Media: teólogos, escolásticos y místicos


En la Edad Media, la intuición de María Corredentora se desarrolló sistemáticamente a medida que la teología cristológica y mariana maduraba. Durante los siglos X–XII, tanto en Oriente como en Occidente, surgen reflexiones más explícitas sobre la participación de María en el sacrificio redentor. Un hito importante lo marca la obra de Juan el Geómetra, monje bizantino de finales del siglo X, quien por primera vez expuso de forma articulada la doctrina de la colaboración de María en la Pasión de Cristo. Juan el Geómetra describe a María unida a Cristo «en toda la obra de la Redención», señalando que «participó, según el plan de Dios, en la Cruz, sufriendo por nuestra salvación». Enseña que la Virgen se mantuvo unida al Hijo en todo pensamiento, deseo y acción, de modo que «cuando Él sufría, Ella sufría con Él; cuando Él se ofrecía, Ella se ofrecía en su corazón». Este autor llega a llamar a María «redención de la cautividad» y agradece a Cristo no solo sus padecimientos, sino «el haber querido que tu Madre padeciera con Él por nosotros». Este testimonio oriental muestra que para el año 1000 estaba naciendo una comprensión clara de la inseparabilidad de Jesús y María en el cumplimiento del Redentor.


En Occidente, la doctrina cobró vigor especial en los teólogos monásticos y escolásticos del siglo XII. San Bernardo de Claraval (†1153), gran doctor mariano, contempló profundamente la compasión de María. En un sermón sobre la Presentación de Jesús, San Bernardo imagina a la Virgen ofreciendo a su Hijo en el Templo y proféticamente en el Calvario: «Ofrece a tu Hijo, Virgen santa, y presenta al Señor el fruto de tu seno; para reconciliarnos a todos, ofrece la Víctima santa, agradable a Dios»(4). Esta piadosa exhortación refleja la convicción de Bernardo de que María consintió en la inmolación de Cristo por nuestra salvación, repitiendo en la Pasión el fiat de la Anunciación. Un discípulo de San Bernardo, Arnoldo de Chartres (Arnoldo de Bonneval, †ca. 1160), expuso de modo aún más explícito la cooperación de la Virgen en el Calvario. Arnoldo distingue en el Gólgota «dos altares: uno en el corazón de María, el otro en el cuerpo de Cristo; Cristo inmoló su carne, María inmoló su alma»(5). En profunda comunión con el sacrificio del Hijo, María se ofreció espiritualmente a sí misma por la salvación del mundo. Arnoldo añade que, en esa hora suprema, «lo que la Madre pedía, el Hijo lo concedía, y el Padre lo aprobaba», subrayando cómo los sufrimientos de María, unidos a los de Cristo, formaban una única oblación redentora al Padre.


A partir de esta época, muchos otros autores medievales enseñaron la cooperación especial de María en la redención. Los llamados mariólogos escolásticos – entre ellos San Buenaventura, el Beato Isaac de Stella, San Alberto Magno e incluso discípulos de Santo Tomás – abordaron la cuestión. Por ejemplo, el célebre escolástico Ricardo de San Víctor (†1173) escribió que María compartió los dolores de la Pasión «de tal modo que, con razón, puede llamarse ‘reparadora’ del género humano junto con Cristo». En el siglo XIV, el franciscano Juan Duns Escoto defendió la Inmaculada Concepción de María precisamente argumentando que, para ser la colaboradora perfecta del Redentor, convenía fuera preservada del pecado original por los méritos anticipados de Cristo – lo que resalta la armonía entre la redención de María (como redimida de modo sublime) y su posterior cooperación en la redención de los demás.


Los místicos y santos medievales enriquecieron la comprensión de la Corredención con el lenguaje de la experiencia espiritual. La devoción a Nuestra Señora de los Dolores cobró auge a partir del siglo XIII, contemplando a María corredentora sufriente. Místicos como Santa Matilde de Hackeborn o Santa Gertrudis tuvieron visiones de los padecimientos del Corazón de María unidos a los de Jesús. De singular relevancia son las Revelaciones de Santa Brígida de Suecia (1303–1373). En ellas, la Virgen María y Jesucristo mismo explican a la santa la unión de sus corazones en la redención. «Así como Adán y Eva vendieron el mundo por un fruto, mi Hijo y Yo redimimos al mundo con un solo Corazón», declara la Virgen a Brígida (6). Igualmente, el Señor Jesús le dice: «Mi Madre y Yo salvamos al hombre como con un solo corazón: Yo con el sufrimiento de mi corazón y de mi carne; Ella con el dolor y el amor de su corazón» (7). Estas afirmaciones místicas, aprobadas devocionalmente por la Iglesia, reflejan poéticamente la misma verdad teológica: la íntima asociación del corazón de María con el Corazón de Cristo en la obra redentora. También Santa Catalina de Siena (†1380) llamaba a María «Reparadora» y describía que ofreció a Cristo en la cruz por la humanidad, uniéndose a su inmolación interiormente.


Al final de la Edad Media, la idea de la corredención mariana estaba ampliamente extendida en la piedad popular y la teología. Un texto anónimo del s. XIII conocido como Mariale (atribuido por algunos a San Alberto Magno) hablaba del «doloroso parto del Calvario» por el cual María engendró como Madre espiritual a todos los hombres. En la liturgia medieval, ciertas plegarias se atrevían a invocar a la Virgen como Redemptrix (Redentora) – por ejemplo, un antiguo salterio francés del siglo X incluso rezaba «Sancta Redemptrix mundi, ora pro nobis»– siempre entendiendo que se trataba de una participación derivada y dependiente del único Redemptor, como aclaraban los teólogos: no se pedía a María «ten piedad de nosotros» como si ella fuera autora principal de la redención, sino «ruega por nosotros», reconociendo su intercesión maternal en virtud de los méritos de Cristo. En suma, la Edad Media legó a la Iglesia un rico acervo doctrinal y devocional: María es vista como asociada indisolublemente a Cristo en la adquisición de la gracia (Corredentora) y en la distribución de la misma (Mediadora y Abogada), preparándose así el terreno conceptual para las enseñanzas magisteriales de los siglos siguientes.


Magisterio de la Iglesia (ss. XVI–XX, antes del Concilio Vaticano II)


Durante la época post-medieval y tridentina, la Iglesia continuó profundizando en el papel corredentor de María, al tiempo que respondía a retos doctrinales. La Reforma Protestante del siglo XVI negó la intercesión de los santos y cualquier participación humana en la salvación fuera de la Fe, lo que llevó a la Iglesia Católica a reafirmar la legítima cooperación de las criaturas con la gracia divina. El Concilio de Trento (1547) definió que el hombre, justificado por Cristo, coopera movido por la gracia en su salvación (ses. VI, cap. 5-6). Si bien Trento no menciona explícitamente a la Virgen en este contexto, su doctrina del mérito secundario y la santificación preveniente de María (implicada en la definición de la Inmaculada Concepción siglos después) dan sustento teológico a la idea de que María pudo colaborar plenamente en la Redención precisamente por haber sido redimida de modo eminente.


En los siglos XVII y XVIII, teólogos como san Alfonso María de Ligorio (†1787) recopilaron la tradición patrística y medieval en favor de la corredención. En Las Glorias de María, San Alfonso sostiene que «los dolores de María al pie de la cruz, ofrecidos con los de Jesús, obtuvieron la salvación del mundo», y cita abundantemente a santos anteriores que llamaron a María cooperadora de la Redención (8). Este Doctor de la Iglesia enfatiza que el consentimiento de María al sacrificio de Cristo fue un acto meritorio de congruo, es decir, Dios lo acogió benignamente en orden a aplicarnos los méritos de Cristo. También en la espiritualidad barroca se difundió el título de «María Reparadora», destacando su misión de restaurar la vida de gracia en las almas. La Iglesia aprobó nuevas fiestas marianas en las liturgias locales enfocadas en este rol: por ejemplo, la festividad de los Siete Dolores de María, extendida definitivamente a toda la Iglesia en 1727, conmemora la participación dolorosa de la Virgen en la obra redentora.


Fue en el siglo XIX y comienzos del XX cuando el Magisterio pontificio comenzó a referirse explícitamente – aunque no todavía de forma dogmática – al papel corredentor de María. Pío IX, al definir en 1854 la Inmaculada Concepción, enseñó que María, desde el primer instante de su ser, estuvo en absoluta enemistad con la serpiente (Gen 3,15) y plenamente unida a su Hijo en la victoria sobre el pecado. León XIII, el «Papa de la Virgen» (que escribió numerosas encíclicas marianas), describió a María como «asociada por Dios a la obra de la salvación del género humano». En la encíclica Adiutricem (1895), León XIII enseñó que «nadie puede acercarse a Cristo sino por la Madre», pues así lo dispuso Dios al querer que Ella participara en el misterio redentor como mediadora maternal. El mismo Pontífice afirmó que María, exenta de toda culpa, compartió tan íntimamente los afectos y dolores de Jesús que «nunca podrían los hombres ni los ángeles obtener una gracia sino por Ella» – preludio de la doctrina de María Mediadora de todas las gracias, inseparable de la corredención.


Los papas de la primera mitad del siglo XX fueron todavía más claros. San Pío X (Pontífice de 1903 a 1914) afirmó que por la unión de corazones entre Jesús y María en el Calvario, «María mereció hacerse la reparadora dignísima del mundo perdido y la dispensadora de todos los tesoros que Jesús nos ganó con su sangre» (9). En su encíclica Ad diem illum (1904), con motivo del 50º aniversario del dogma de la Inmaculada, S. Pío X enseñó que María, habiendo sido asociada a los sufrimientos de Cristo, «junto con Él y por Él, eternamente enemistada con la serpiente, nos obtuvo la salvación». Estas afirmaciones papales, aunque no definían un dogma nuevo, formaban parte del Magisterio ordinario y daban respaldo a la doctrina de los teólogos marianos de la época, como el P. Reginald Garrigou-Lagrange, el P. Gabriel Roschini o el cardenal Aloysius Stepinac, convencidos de la verdad de la corredención mariana.


Un momento significativo ocurrió en 1921, cuando el cardenal Désiré-Joseph Mercier, arzobispo de Malinas (Bélgica), elevó al Papa Benedicto XV una petición – secundada por cientos de obispos – para la definición dogmática de la Virgen como Mediadora universal de todas las gracias (lo que incluía implícitamente reconocerla como Corredentora). Aunque la definición no se llevó a cabo entonces, ese año la Santa Sede concedió a Bélgica la institución de la fiesta litúrgica de «María Mediadora» el 31 de mayo, lo cual supuso un reconocimiento implícito del fundamento legítimo de estos títulos marianos. La iniciativa de Mercier estimuló numerosos estudios teológicos durante las décadas siguientes sobre la mediación y corredención de María, preparando el consenso teológico previo al Vaticano II.


Durante los pontificados de Benedicto XV, Pío XI y Pío XII, la doctrina de la corredención recibió formulaciones magisteriales de gran autoridad. Benedicto XV, en medio de la Primera Guerra Mundial, ofreció consuelo a los fieles resaltando el valor redentor del sufrimiento de María. En la Carta Apostólica Inter Sodalicia (1918), el Papa enseña que «María, en comunión con su Hijo agonizante, sufrió y casi murió; renunció a sus derechos de madre sobre Él para la salvación de los hombres, y, para aplacar la divina justicia, inmoló a su Hijo cuanto de Ella dependía, de suerte que se puede afirmar, con razón, que redimió al linaje humano con Cristo» (10). Esta declaración papal es extraordinariamente clara: atribuye a María una cooperación inmediata en el acto redentor del Calvario, siempre subordinada (Cristo es quien realiza la expiación infinita), pero real y meritoria en su orden (por disposición de Dios, María «inmoló» en su corazón al mismo Hijo que Dios Padre entregaba en la cruz).


El Papa Pío XI continuó esta línea con múltiples pronunciamentos. En la encíclica Miserentissimus Redemptor (1928) sobre la reparación al Sagrado Corazón, enseña que «la benignísima Virgen Madre de Dios, habiéndonos dado al Redentor y ofreciéndolo junto a la cruz como víctima por nosotros, fue dada por Dios a la humanidad como Reparadora». Pío XI, en 1933 (Año Santo de la Redención), habló de la Virgen Dolorosa «asociada a Jesús en la obra de la Redención» y la llamó «Madre de todos, encomendada por testamento de caridad divina» para ser nuestra defensora. De modo aún más explícito, al clausurar el Jubileo de la Redención (abril de 1935), Pío XI dirigió una oración pública a la Virgen en la que por primera vez un Papa empleó formalmente el término «Corredentora»: «Oh Madre de piedad y de misericordia, que acompañabas a tu Hijo dulcísimo, mientras consumaba la Redención del género humano en el altar de la cruz, como Corredentora nuestra, asociada a sus dolores, conserva en nosotros, te lo suplicamos, los frutos de la Redención y de tu compasión» (11). Aunque esta palabra apareció en el contexto devocional de una oración, su uso por el Sumo Pontífice confirmó la legitimidad teológica del título de Corredentora en la Iglesia.


El magisterio de Pío XII (1939-1958) – quien definió la Asunción de María en 1950 – también subrayó repetidamente la cooperación de María en la Redención. En la encíclica Mystici Corporis (1943), el Papa recuerda que María, «por su íntima asociación con Cristo, entregó a su Hijo al Padre en el Calvario por nosotros, y allí nos engendró en el orden de la gracia con dolores de madre» . De modo semejante, en Haurietis aquas (1956) Pío XII enseña: «Quiso Dios que, en la realización de la Redención humana, María estuviese inseparablemente unida con Cristo; tanto que nuestra salvación es fruto de la caridad de Jesús y de sus padecimientos, asociados íntimamente al amor y a los dolores de su Madre» (12). Esta afirmación – hecha en una encíclica de doctrina sobre el Sagrado Corazón – recalca la unión de corazones de Jesús y María en la obra redentora: el sacrificio del Corazón de Cristo fue acompañado por el sacrificio (espiritual) del corazón de María, de tal manera que ambos amores y dolores, desiguales en valor pero juntos por designio divino, cooperaron en producir el fruto de nuestra salvación. Asimismo, en la bula Munificentissimus Deus (1950) que definió la Asunción, Pío XII presentó a María como «íntimamente unida» a su Hijo en la lucha contra el pecado, diciendo que «se mantuvo fuerte al pie de la cruz, sufriendo profundamente con su Unigénito, y participando en espíritu en su sacrificio», antes de ser asunta al cielo. Estas referencias asumen ya como conocida la doctrina de la Corredentora, sin controvertirla.


En suma, hasta antes del Concilio Vaticano II el Magisterio eclesiástico había enseñado consistentemente la realidad de la corredención mariana. Si bien no hubo una definición dogmática explícita del título «Corredentora», los Papas preconciliares – de Pío IX a Pío XII – emplearon un lenguaje cada vez más claro para describir la cooperación singular de María en la obra redentora de Cristo. Se la llamó Asociada al Redentor, colaboradora en la obra de la salvación, Reparadora del mundo caído, Madre universal del orden de la gracia y Corredentora. Estas enseñanzas, unidas al testimonio constante de la liturgia (p. ej., la conmemoración de los Dolores de María), de los Santos y del sensus fidelium, conformaban un sólido apoyo tradicional a la doctrina. Entrando la década de 1960, numerosos teólogos y pastores manifestaban el deseo de que la corredención mariana fuese elevada a la dignidad de dogma. Sin embargo, como veremos, también existían matices teológicos y prudenciales que provocaron un debate interno en la Iglesia acerca de cómo formular este misterio.


Controversias teológicas y matices doctrinales (antes de 1962)


A pesar de la amplia acogida de la doctrina de María Corredentora en la teología católica clásica, no faltaron debates y precisiones en la misma Iglesia sobre la manera de entender y expresar esta verdad. Estas controversias internas giraban principalmente en torno a tres aspectos: 

  • la correcta comprensión del título «Corredentora» para que no induzca a error; 
  • la oportunidad de una definición dogmática formal;
  • la distinción entre la obra redentora única de Cristo y la cooperación subordinada de María.


En primer lugar, muchos teólogos señalaron la necesidad de explicar cuidadosamente el término “«Co-redemptio». En latín, «co-» significa «con» (no igualdad, sino colaboración). Aun así, existía el riesgo de que los menos formados entendieran «Corredentora» como si María fuese una segunda redentora independiente o casi una diosa, noción absolutamente rechazada por la Fe católica. 

Por eso, ya a inicios del siglo XX el Magisterio aclaró el lenguaje: S. Pío X insistió en que todos los privilegios de María «dimanan del único mediador, Cristo», y la misma oración de Pío XI de 1935, aunque usa «Corredentora», inmediatamente la define como «asociada a los dolores» de Cristo. Los teólogos ortodoxos subrayaban que María «no añade ni quita nada» a la eficacia infinita del sacrificio de Cristo; más bien, se beneficia plenamente de Él (es redimida de manera excelsa) y luego es asociada a Él por designio divino. Para expresar estos matices, algunos prefirieron usar términos equivalentes pero menos propensos a malentendidos, como «Socia Redemptoris» (Asociada del Redentor), «Adiutrix Salvatoris» (Ayudante del Salvador) o simplemente «Madre del Redentor». No obstante, la mayoría concordaba en que el término «Corredentora», bien explicado, era legítimo y teológicamente preciso: indica una cooperación subordinada pero real de María con el Redentor, dependiendo enteramente de Él. Así lo enseñaba, por ejemplo, el célebre mariólogo francés René Laurentin (antes del Concilio), sugiriendo prudencia en la terminología pública pero sin negar la esencia de la doctrina.


En segundo lugar, se discutió sobre la conveniencia de definir solemnemente esta doctrina como dogma de Fe. Tras la definición de la Asunción (1950), numerosos fieles y obispos – especialmente en los congresos marianos internacionales de los años 50 – elevaron peticiones al Papa para un «Quinto Dogma Mariano» que proclamase a María Corredentora, Mediadora y Abogada. Estas peticiones, si bien motivadas por la piedad genuina y avaladas por muchos estudios teológicos, encontraron también alguna reserva en sectores de la Iglesia. Algunos Padres conciliares ya en la preparación del Vaticano II (1960-62) manifestaron temor de que una definición en ese momento pudiera dificultar el diálogo ecuménico con los protestantes y ortodoxos, o que no fuera pastoralmente comprensible. De hecho, cuando se convocó el Concilio Vaticano II, la Comisión preparatoria sobre la Virgen María recopiló miles de peticiones: la mayoría de los obispos participantes pedía una enseñanza robusta sobre María – varios expresamente solicitaban el reconocimiento de Mediadora y Corredentora. Sin embargo, había también teólogos (como el famoso eclesiólogo Card. Journet) que opinaban que la palabra “Corredentora” no debía elevarse a dogma, no por falsa, sino por su posible ambigüedad semántica o porque podría oscurecer, ante mentalidades no católicas, la verdad de que «Cristo es el único Redentor». En consecuencia, esta cuestión quedó abierta en la Iglesia preconciliar: la doctrina era enseñada comúnmente, pero la definición dogmática se consideraba cuestión de prudencia y oportunidad.


Finalmente, los matices doctrinales intrínsecos fueron objeto de refinamiento por los teólogos católicos anteriores a 1962. Un punto fundamental de consenso era que la cooperación de María en la Redención se dio en total dependencia de Cristo. Para expresar esto, la teología escolástica usó las categorías de redención objetiva y subjetiva: Cristo realizó la redención objetiva (la obra de satisfacción y mérito infinito para reconciliar al mundo con Dios), en la cual María cooperó de modo subordinado (cooperatio immediate physica, decían algunos, ofreciendo a Jesús y uniéndose a su sacrificio). Luego está la redención subjetiva o aplicación de los frutos del Calvario a las almas: aquí se reconocía a María como Mediadora de todas las gracias, distribuyendo con Cristo las gracias merecidas. Se enseñaba que María cooperó en la redención objetiva especialmente en dos momentos: 

1) En la Encarnación, dando a Cristo la carne y consintiendo en la obra salvífica (cooperación remota) 

2) En el Calvario, uniéndose a la Pasión y ofreciendo a Cristo (cooperación próxima e inmediata). Esta cooperación no era «necesaria» en sentido absoluto – Dios pudo redimirnos sin María, pero de facto quiso asociarla íntimamente (una convenientia amorosa del plan divino). Los teólogos explicaban asimismo que María mereció de modo analógico por nosotros: no de modo condigno (estrictamente debido, como lo hizo Cristo en justicia infinita), sino de modo congruo (por congruencia o beneplácito divino) aquello que Cristo mereció condignamente. En otras palabras, María mereció en dependencia de los méritos de Cristo las gracias de nuestra salvación.


Un matiz importante fue recalcar que María misma fue redimida por Cristo de manera única (en su Inmaculada Concepción), de modo que su papel de Corredentora es fruto eminente de la redención de Cristo, no una añadidura externa. Lejos de ser rival o «cuarta persona» de la Trinidad – confusión que la apologética católica tuvo que aclarar frente a objeciones protestantes – María Corredentora es la obra maestra de la Redención, el trofeo más excelso de la gracia de Cristo, y precisamente por eso, la cooperadora por excelencia en difundir esa gracia. Como escribió el teólogo jesuita Jugie en 1935: «María no pudo contribuir a nuestra Redención sino porque Ella misma fue redimida de manera más sublime; su cooperación es la prueba más bella del poder de la gracia de Cristo en una criatura». Este equilibrio doctrinal mantenía incólume el dogma central: Solo Cristo es Dios hecho hombre, solo Él podía rescatar al género humano. Pero, por voluntad divina, María estuvo «junto a la cruz» (Jn 19,25) participando en la obra del Redentor de la manera más cercana posible a una criatura – y por tanto su cooperación es única, muy superior a la de cualquier otro santo o miembro de la Iglesia.


En la víspera del Concilio Vaticano II, pues, la doctrina de María Corredentora gozaba de profunda raigambre  y amplia aceptación teológica, acompañada de las necesarias clarificaciones. No había herejía ni división en la Iglesia sobre esta enseñanza, sino distintos matices de énfasis: desde quienes pugnaban por proclamarla con mayor solemnidad, hasta quienes aconsejaban moderación terminológica por razones pastorales, pasando por la mayoría que sencillamente la enseñaba con las debidas explicaciones. La Iglesia Católica, fiel a su sensus fidelium, continuaba venerando a la Virgen Dolorosa como aquella de quien podemos decir con gratitud: «Nos diste al Salvador, oh Santa Madre, y te uniste íntimamente a Él en la obra de nuestra salvación».


Conclusión


Al concluir este estudio, constatamos que la doctrina de la Virgen María Corredentora – tal como se articuló antes del Concilio Vaticano II – es fruto de la Tradición de la Iglesia, con sólidas raíces bíblicas y patrísticas, un desarrollo teológico orgánico y la confirmación repetida del Magisterio. Desde el «sí» de María en Nazaret hasta su compasión en el Calvario, pasando por las enseñanzas de los Padres, los himnos medievales, las visiones de los místicos y las encíclicas papales, la Iglesia fue descubriendo cada vez con mayor claridad el «misterio de la asociación de María a Cristo» en la Redención. Lejos de restar nada a la obra única de Cristo, esta doctrina resplandece como un trofeo de la gracia de Cristo: Él, el nuevo Adán, quiso incluir a la nueva Eva en la victoria sobre el pecado, mostrando así la sobreabundancia de su amor y poder.


En la Iglesia antes a 1962, hablar de María Corredentora era hablar con veneración de la Madre que, siendo redimida de modo excepcional, fue llamada a cooperar estrechamente con el Redentor para nuestro bien. Los numerosos testimonios recopilados – de S. Ireneo de Lyon a Pío XII – evidencian un notable consenso en esta verdad: «No hay redención sin la Encarnación, y no hubo Encarnación sin el consentimiento de María; no hay aplicación de la Redención sin la cruz, y en la cruz estuvo María unida a Jesús». De esta forma, la Corredentora aparece inseparable del Redentor, como Madre asociada a su misión, tal como la Fe católica tradicional lo ha confesado.


Teológicamente, la doctrina supo sortear con fineza las aparentes tensiones: afirmó la subordinación absoluta de María (criatura, redimida) a Cristo (Dios, Redentor), al mismo tiempo que reconoció su digna cooperación querida por Dios. Este equilibrio refleja la belleza de la economía divina: el fiat libre de una mujer participa del fiat omnipotente de Dios; la espada que atraviesa el alma de la Madre  (Lc 2,35) se une a los clavos que atraviesan el cuerpo del Hijo, para la salvación del mundo; y la compasión maternal de María sigue, en el orden de la gracia, animando la dispensación de los frutos de la Pasión a lo largo de los siglos.


En definitiva, el estudio de la Virgen María como Corredentora – atendiendo solo a fuentes anteriores al Vaticano II – nos muestra a una Iglesia unánime en alabar a la Santísima Virgen «asociada a su Hijo en la obra de la salvación» Esta doctrina, profundamente arraigada en la Fe católica, manifiesta el amor sobreabundante de Cristo, que quiso compartir los dolores redentores con su Madre; y exalta a María no como rival de su Hijo, sino como la humilde esclava cuya obediencia, fe y dolor Dios supo elevar, por gracia, al rango de verdadera cooperación en la obra más grande de la historia: la redención del género humano. Fieles a esta enseñanza bimilenaria, podemos unirnos a la aclamación de tantos santos y pontífices antes de 1962, diciendo: ¡Bendita María, la Nueva Eva, Madre del Redentor y Corredentora nuestra, sea por siempre bienaventurada!


Notas:


1. San Ireneo de Lyon, Adversus haereses (Contra las herejías), III, 22, 4: «…Eva, por su desobediencia, fue causa de muerte para sí y para todo el género humano; María, por su obediencia, vino a ser causa de salvación para sí y para todo el género humano».


2. San Justino Mártir, Diálogo con Trifón (cap. 100): «…la virgen María concibió fe y alegría cuando el ángel Gabriel le anunció la buena nueva…» (en contraste con Eva que concibió la palabra de la serpiente y engendró muerte).


3. San Jerónimo, Epístola 22 ad Eustochium, 21 (citando una tradición que comparte con San Agustín): «Mors per Evam, vita per Mariam« – «Muerte por Eva, vida por María» Véase también San Agustín, De Agone Christiano, 24: «Así como por una mujer nos vino la muerte, por una mujer nos nació la vida».


4. San Bernardo de Claraval, Sermón 3 en la Purificación de la Virgen (Presentación del Señor), nº 2: «Ofrece a tu Hijo, Virgen santa, y presenta al Señor el fruto de tu seno; por la reconciliación de todos, ofrece la víctima santa, agradable a Dios».


5. Arnoldo de Chartres (s. XII): «En la cruz había dos altares: uno en el corazón de María, otro en el cuerpo de Cristo. Cristo inmoló su carne, María inmoló su alma». Cf. De septem verbis Domini in cruce, 3 (PL 189, 1694).


6. Santa Brígida de Suecia, Revelaciones celestiales (Sermo Angelicus, I, c.35): visión de la Virgen María hablando: «Así como Adán y Eva vendieron el mundo por un fruto, mi Hijo y Yo redimimos al mundo con un solo Corazón».


7. Santa Brígida de Suecia, Revelaciones extravagantes, c. 3: palabras de Cristo a Brígida: «Mi Madre y Yo salvamos al hombre como con un solo corazón: Yo con el sufrimiento de mi corazón y de mi carne; Ella con el dolor y el amor de su corazón».


8. San Alfonso Mª de Ligorio, Le Glorie di Maria (1750), cap. 10: «María en el Calvario, unida al sacrificio de su Hijo, sufrió cuanto pudo sufrir una madre, y con sus dolores satisfizo de manera subordinada por la culpa del mundo». (Citado en P. Antonio Baseotto, «María ‘Corredentora’ en San Alfonso» en Ecce Mater Tua vol. 5, 2019).


9. San Pío X, encíclica Ad diem illum (2-II-1904), n. 14: «Por esta comunión de sentimientos y dolores entre María y Jesús, Ella mereció hacerse la reparadora dignísima del orbe perdido, y por tanto la dispensadora de todos los tesoros que Jesús nos adquirió».


10. Benedicto XV, Carta Apostólica Inter Sodalicia (22-III-1918): «…en comunión con su Hijo paciente y moribundo, María sufrió y casi murió; abdico sus derechos maternos sobre Él para la salvación de los hombres; y, para aplacar la justicia de Dios, inmoló a su Hijo cuanto estuvo de su parte, de suerte que se puede afirmar, con razón, que ella redimió al género humano juntamente con Cristo» (AAS 10 [1918] p. 182).


11. Pío XI, Radiomensaje al clausurar el Jubileo de la Redención (28-IV-1935): «Oh Madre de piedad… que acompañabais a vuestro dulce Hijo, mientras Él **consumaba en el altar de la cruz la Redención del género humano, como Corredentora nuestra asociada a sus dolores, … alcanzadnos los frutos de la Redención…».


12. Pío XII, encíclica Haurietis aquas (15-V-1956), n. 74: «Dios quiso que, en la obra de la Redención humana, la Santísima Virgen María estuviese inseparablemente unida a Cristo; pues nuestra salvación es fruto de la caridad de Jesús y de sus padecimientos unidos íntimamente al amor y dolores de su Madre».



Comentarios

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