Análisis de «In Unitate Fidei», o de la reinterpretación de la Fe
El documento In Unitate Fidei, presentado como conmemoración del 1700 aniversario del Concilio de Nicea, pretende ofrecer una lectura de aquel acontecimiento fundacional para la fe cristiana.
Sin embargo, lejos de mantenerse fiel a la hermenéutica constante de la Iglesia, propone un marco interpretativo que diluye el carácter dogmático del primer concilio ecuménico, lo sentimentaliza, lo moraliza y lo subsume en categorías propias del ecumenismo contemporáneo. Desde la perspectiva del magisterio —tal como se expresa desde Pío IX hasta Pío XII— resulta imprescindible una refutación seria y fundamentada de este texto, pues afecta directamente al modo en que se concibe la revelación, el dogma, la autoridad eclesial y la salvación.
La primera impresión que produce la carta es la presentación del Concilio de Nicea como un momento de «caminar concordes», «custodiar juntos» la fe y «anunciar fraternalmente» el Evangelio (p. 1–2 del PDF) . Esta formulación es profundamente ajena a la naturaleza real del concilio. Nicea no fue una experiencia comunitaria ni un proceso de escucha, sino una asamblea dogmática que definió, con la autoridad de la Iglesia universal, la consustancialidad del Hijo frente al veneno arriano. El concepto de «caminar juntos», así como el énfasis afectivo en el «don recibido», no corresponde al lenguaje conciliar de los Padres, que entendieron el homoousios como una verdad objetiva, irreformable y necesaria para la salvación. La Iglesia no «camina» hacia la verdad: la custodia. Y la custodia exige definición, condena y vigilancia, no negociación ni aproximación.
El texto suaviza, además, la figura de Arrio y de la herejía arriana. Habla de tensiones internas, de dificultades hermenéuticas, de un clima de «incomprensión» y de pastores que intentaban «orientar al pueblo» (p. 3) . Pero esta lectura —de un marcado tinte psicologista— traiciona la verdadera historia de la Iglesia. San Atanasio, testigo directo y defensor intrépido de la fe, nunca consideró el arrianismo como «tensión legitimable» ni como disputa opinable: lo denunció como una herejía que corrompía el centro mismo del cristianismo. El arrianismo no fue una sensibilidad divergente, sino una negación objetiva de la divinidad del Verbo. La Iglesia no respondió con mesas de diálogo, sino con el anatema. Y así lo exige la naturaleza misma del depósito revelado: cuando la verdad se pone en peligro, el silencio y la ambigüedad son traiciones.
El tratamiento que el documento da al homoousios —aunque correcto en algunos matices históricos— lo reduce a categoría contextual, a «respuesta a una necesidad de expresión» y a «lenguaje nacido para articular un pensamiento» (p. 4–5) . Esta interpretación desdogmatiza el concepto y lo vuelve una herramienta pastoral. La tradición católica enseña exactamente lo contrario: el homoousios es una definición metafísica de verdad objetiva, que obliga en conciencia y sin posibilidad de reinterpretación por parte de las generaciones futuras. Pío IX en Tuas libenter subrayó que las definiciones dogmáticas vinculan no sólo en su contenido sino también en su formulación. San Pío X denunció explícitamente la reducción modernista del dogma a «expresiones simbólicas» que cambian con el tiempo (Pascendi). Y Pío XII recordó que la terminología dogmática expresa realidades, no estados de ánimo ni aproximaciones culturales.
La cristología que se deriva del texto es igualmente problemática. Presenta la encarnación en clave afectiva: Cristo «se hace cercano», «comparte nuestras fragilidades», «acompaña nuestras debilidades» (p. 6–7) . Todo esto es verdad, pero queda amputado de su núcleo doctrinal: Cristo vino para ofrecer un sacrificio de expiación al Padre, para rescatar al género humano mediante Su sangre, para reparar la ofensa infinita causada por el pecado. La reducción de la encarnación a una «humanización» y de la redención a una pedagogía del amor sentimental —sin mención alguna del sacrificio propiciatorio— coincide con la cristología protestante liberal denunciada por Pío XI en Miserentissimus Redemptor. Allí, el Pontífice insiste en que la esencia de la redención no es acompañar al hombre, sino satisfacer por él.
Tampoco la doctrina de la divinización escapa al enfoque existencialista del documento. La theosis se presenta como «verdadera humanización», como «dejar que Dios saque lo mejor de nosotros», o como «crecimiento interior» (p. 7–8) . Esta formulación, que recuerda al personalismo contemporáneo, contradice la enseñanza de la Iglesia sobre la gracia santificante, definida por Pío XII en Mystici Corporis como participación ontológica en la naturaleza divina, no como autoactualización ni desarrollo interior. La divinización no consiste en «profundizar la humanidad», sino en elevarla ontológicamente por la gracia infusa. Toda reducción psicologista ignora este carácter sobrenatural y transforma la vida cristiana en ética humanista.
Pero el aspecto más grave y más contrario al magisterio es el ecumenismo que impregna el texto, especialmente en las páginas 10 y 11 . Allí se afirma que el Concilio de Nicea tiene hoy un «valor ecuménico», que la diversidad de Iglesias y comunidades «puede enriquecer», que no se debe «volver al statu quo anterior a las divisiones», y que la unidad cristiana no exige un «retorno» sino un «camino de intercambio». Estas tesis contradicen de forma directa e irreconciliable Mortalium Animos de Pío XI, donde se define que la única unidad posible entre los cristianos es el regreso de los separados al único redil de Cristo. Allí enseña el Pontífice que no hay «comuniones parciales», que no existen «Iglesias hermanas», y que cualquier otro tipo de ecumenismo es falso irenismo, contrario a la fe. León XIII en Satis Cognitum reafirma que la Iglesia es una, visible, indivisible y jerárquica, y que no puede admitir fragmentación sin traicionar su propia esencia.
La culminación del documento en esta materia es teológicamente alarmante: describe la diversidad de confesiones como «don recíproco» y propone una unidad construida sobre la «acogida mutua» en vez de la conversión. Esto equivale a afirmar que la Iglesia de Cristo no es exclusivamente la Iglesia Católica, lo cual está condenado explícitamente por el magisterio. La unidad no puede construirse sobre la aceptación del error, sino sobre la profesión de la verdad. Y el papel de la Iglesia no es «aprender» de las comunidades separadas, sino «instruirlas» en la verdadera fe, como enseña León XIII.
El documento In Unitate Fidei revela, finalmente, un silencio sistemático sobre la noción de herejía, sobre la obligación del anatema, sobre la exclusividad salvífica de la Iglesia Católica y sobre la verdadera autoridad del concilio. El Concilio de Nicea aparece despojado de su fuerza doctrinal, reducido a símbolo de diálogo, a proceso de convergencias o a celebración comunitaria. Así se diluye lo que Nicea fue realmente: un acto solemne de la Iglesia docente que definió la divinidad del Hijo, salvó la fe de la corrupción y restauró la unidad quebrada por quienes se apartaban voluntariamente de la verdad.
En conclusión, el documento In Unitate Fidei debe ser rechazado en cuanto que reinterpreta el Concilio de Nicea según categorías modernas que el magisterio ha condenado reiteradamente. Su lectura del dogma es relativista, su cristología es incompleta, su teología de la gracia es insuficiente, su historiografía es parcial y su eclesiología es incompatible con la enseñanza constante de la Iglesia. Frente a esta reinterpretación sentimental y ecuménica, la doctrina católica recuerda que Nicea no fue «diálogo», sino definición; no fue «proceso», sino sentencia; no fue «convergencia», sino victoria de la verdad sobre el error. Y su herencia sólo puede honrarse siendo fiel a la solemnidad con que la Iglesia definió que el Hijo es «Dios verdadero de Dios verdadero», luz de luz, consustancial al Padre por toda la eternidad.






Comentarios
Publicar un comentario