Dilexi te: una visión horizontal de la caridad.Un análisis a la luz del Magisterio
Introducción editorial
El presente estudio examina la reciente Exhortación Apostólica Dilexi te de S.S. León XIV (4 de octubre de 2025), dedicada al amor hacia los pobres, a la luz del Magisterio y de la doctrina escolástica. Si bien el documento contiene pasajes piadosos y referencias patrísticas, su orientación general responde a una concepción horizontal de la caridad, heredera del humanismo postconciliar, que diluye la finalidad sobrenatural del amor cristiano. Frente a ello, la Tradición enseña que la caritas es virtud teologal, ordenada primariamente a Dios (ordo amoris), y sólo secundariamente al prójimo. Desvincular el amor al pobre del amor a Dios es transformar la teología en filantropía, y la Iglesia en una agencia de bienestar social.
I. La naturaleza sobrenatural de la caridad
Santo Tomás de Aquino define con precisión el orden de la caridad: «Caritas ordinatur in Deum sicut in finem, et in proximum propter Deum» —«La caridad se ordena a Dios como a su fin, y al prójimo por Dios» (Summa Theologiae, II–II, q. 23, a. 1). La virtud de la caridad no se reduce, pues, a un afecto natural, sino que es una participación en el amor mismo del Espíritu Santo (Rom 5,5). El objeto primero de la caridad es Dios, no el hombre, y sólo en la medida en que el prójimo participa de la imagen divina puede ser legítimamente amado.
El Doctor Angélico subraya además que «finis caritatis est beatitudo aeterna», es decir, el fin propio de la caridad es la bienaventuranza eterna (II–II, q. 23, a. 7). Cualquier forma de amor que no se ordene a este fin último se degrada y deja de ser virtud teologal. Así, amar al pobre sin conducirlo a Dios es una mutilación del mandamiento.
San Agustín, en su De doctrina christiana, resume esta jerarquía con la célebre sentencia: «Dilige hominem, sed propter Deum; Deum autem propter seipsum» —«Ama al hombre, pero por causa de Dios; a Dios, en cambio, por Él mismo» (I, 27). La caridad cristiana no busca la mera dignificación humana, sino la unión del alma con su Creador.
Por ello, León XIII enseñó que «la caridad cristiana no consiste en repartir bienes, sino en llevar las almas a Cristo» (Enc. Rerum Novarum, 1891, §14). Y Pío XII recordaba que «no hay verdadera caridad si no se inspira en la fe y si no tiende a conducir a Dios» (Discurso a la Acción Católica Italiana, 8 dic. 1946).
La Dilexi te, sin embargo, centra su teología en una lectura antropocéntrica del Evangelio: los pobres aparecen como “rostro de Cristo”, pero no como pecadores necesitados de redención. La pobreza se convierte en sacramento autónomo de salvación, y la caridad, en praxis social. Esta sustitución del fin sobrenatural por el temporal constituye el núcleo del error que ya S. Pío X denunció en Notre charge apostolique: Quieren rehacer la sociedad cristiana con el amor natural, y no con el amor divino; con una filantropía sin fe, que es impotente para elevar al hombre» (25 ago. 1910).
En la visión tradicional, la Iglesia es Mater et Magistra, dispensadora de los bienes sobrenaturales, no de programas sociales. Su caridad nace del altar y conduce al altar. Como enseña el Aquinate, «el acto más perfecto de caridad es la comunicación de los bienes espirituales» (II–II, q. 32, a. 2). Por tanto, la limosna más alta no es el pan, sino la verdad.
II. El error del pobrecismo y la confusión moderna
La Dilexi te afirma en su n. 16 que puede hablarse «teológicamente de una opción preferencial de Dios por los pobres», expresión introducida en el lenguaje eclesial por la Asamblea de Puebla (1979). Tal formulación supone una ruptura conceptual: pretende deducir del dato revelado una “predilección” divina basada en la condición económica. Pero la Sagrada Escritura enseña que Dios no hace acepción de personas (Rom 2,11). La llamada “opción por los pobres” no aparece en los Padres ni en la escolástica: pertenece al léxico de la teología de la liberación, condenada por sus desviaciones naturalistas.
La elección de Dios se funda en la gracia, no en la miseria. En palabras de San León Magno: «In omnibus operibus misericordiae caritas ordinanda est secundum iustitiam» —«En todas las obras de misericordia, la caridad debe ordenarse según la justicia» (Sermo 10 de Quadragesima). Esto significa que el auxilio material debe subordinarse al bien espiritual del alma.
La Dilexi te elogia las iniciativas de las Naciones Unidas y acoge la terminología de los “objetivos del milenio” (§10), presentando la erradicación de la pobreza como fin moral absoluto. Pero el Magisterio anterior advertía precisamente contra esa confusión entre la misión de la Iglesia y los fines de las instituciones humanas. León XIII lo expresó con claridad: «Non est Ecclesiae officium civilia negotia gerere, sed hominum ad vitam aeternam ducere» —«No es oficio de la Iglesia administrar los asuntos civiles, sino conducir a los hombres a la vida eterna» (Immortale Dei, §13).
La caridad horizontalista que propone el documento ignora la raíz teológica de la miseria humana: el pecado original. Ninguna transformación social puede suprimir la concupiscencia ni redimir al hombre de la muerte eterna. Pío XI, en Quadragesimo anno, advertía: «No hay solución verdadera de la cuestión social fuera del Evangelio» (§42). Por tanto, sustituir la redención por la justicia social equivale a repetir el error pelagiano bajo ropaje económico.
El llamado “pobrecismo” no es caridad evangélica, sino inmanentismo disfrazado de compasión. Convierte la pobreza material en criterio moral y hace de la Iglesia un instrumento político. Olvida que, según Santo Tomás, «bonum commune ultimum est ipsa felicitas aeterna» —«el bien común último es la felicidad eterna» (I–II, q. 90, a. 2 ad 3). Cuando la acción eclesial se ordena sólo al bien temporal, deja de ser sobrenatural.
Más aún: al identificar la pobreza con virtud, la Dilexi te roza el maniqueísmo. Porque la pobreza, en sí misma, no es buena ni mala: puede ser fruto de la injusticia o de la virtud. Sólo la paupertas spiritu de las Bienaventuranzas tiene valor salvífico, como enseña el Doctor Angélico: «Non omnis paupertas est laudabilis, sed quae est secundum spiritum» —«No toda pobreza es digna de alabanza, sino la que se da según el espíritu» (Super Matthaeum, cap. 5, lect. 1).
La confusión moderna consiste, pues, en absolutizar los medios y olvidar el fin. La justicia social es un deber, pero subordinado a la santificación. Cuando se invierte este orden, la Iglesia ya no evangeliza al mundo: se seculariza.
III. La doctrina tradicional: de los Padres a los Papas.
La Dilexi te cita con amplitud a los Padres de la Iglesia —San Juan Crisóstomo, San Ambrosio, San Agustín—, pero los interpreta desde una clave sociológica. Sin embargo, en ellos la caridad no era programa político ni sentimentalismo humanitario, sino expresión teologal del ordo amoris que conduce a Dios.
San Juan Crisóstomo enseña: «Non honoras Christum, si neglectas eum nudum; non enim vasa aurea desiderat, sed animas aureas» —«No honras a Cristo si lo dejas desnudo; pues Él no desea vasos de oro, sino almas de oro» (Homilia in Matthaeum 50,3). El contexto, ignorado por la exhortación, es sacramental: el Santo Doctor contrapone el cuidado de los pobres a la ostentación del culto, no para suprimir la liturgia, sino para recordar que el culto debe ser coherente con la gracia. Cristo se honra sobre todo en el altar, y sólo después en los pobres.
San Ambrosio, por su parte, enseñaba: «Non tuum das pauperi, sed reddis ei suum» —«No das al pobre lo que es tuyo, sino que le devuelves lo que es suyo» (De Nabuthe Jezraelita, c. 12). Esta frase, frecuentemente usada por el progresismo eclesial para justificar el igualitarismo económico, significa otra cosa: que los bienes terrenos pertenecen a Dios y deben usarse conforme a su justicia. Ambrosio no propugna la abolición de la propiedad, sino su subordinación al bien común, y su contexto es moral, no político.
San Agustín completa la doctrina: «Si caritas non est, nihil prodest omnia opera exteriora» —«Si no hay caridad, de nada sirven todas las obras exteriores» (In Epist. Ioannis ad Parthos, Tract. 5,7). Por eso la limosna sólo tiene mérito si brota de la gracia santificante. La filantropía sin Fe no salva, porque la salvación es obra sobrenatural. En su Enarrationes in Psalmos (131,2), el Doctor de Hipona afirma: «Non amat proximum, qui non amat Deum; nec amat Deum, qui non amat proximum propter Deum» —«No ama al prójimo quien no ama a Dios; ni ama a Dios quien no ama al prójimo por Dios».
Toda la Patrística, por tanto, mantiene un equilibrio jerárquico: el amor a los pobres es medio, no fin. De esta tradición beben los Pontífices durante 2.000 años. León XIII, en Rerum Novarum, subrayó que la cuestión social no se resuelve sin la religión: «La caridad de Cristo es la que debe inspirar las relaciones entre las clases; quitarla de en medio es arrancar el alma del cuerpo» (§36). Pío XI, en Quadragesimo anno, rechazó el igualitarismo materialista: «La justicia social, sin la caridad cristiana, degenera en odio y en lucha de clases» (§120).
Y Pío XII, en su Radiomensaje de Navidad de 1942, definió con precisión el fundamento jerárquico de la sociedad cristiana: «El orden querido por Dios no se funda en la nivelación, sino en la armonía de funciones subordinadas entre sí». Así, mientras el progresismo exalta la pobreza como ideología, la tradición la asume como medio ascético para la perfección.
La Dilexi te pretende apoyarse en San Francisco de Asís, pero lo hace desde la óptica de la pobreza económica. El Poverello abrazó la paupertas por amor a Cristo crucificado, no por rechazo de la jerarquía ni por solidaridad social. El mismo santo escribía en su Admonitio VI: «Beati pauperes spiritu, quia ex ipsis est regnum caelorum; multa enim est gloria in paupertate». Su pobreza era penitencial y mística, nunca política.
Por ello, el intento moderno de identificar el Reino de Dios con la promoción social contradice la enseñanza constante de los Papas. La Iglesia, enseñaba Pío X en E supremi apostolatus, «no fue instituida para procurar al hombre una felicidad terrena, sino para prepararlo a la eterna».
IV. Conclusión: la gloria de Dios y la salvación de las almas
La caridad cristiana no se define por la sensibilidad social, sino por la orientación teológica. Cuando el amor al prójimo deja de ser amor a Dios en el prójimo, se vuelve contra el mismo Evangelio. Como advierte Santo Tomás, «ordo caritatis ex fine dependet» —«el orden de la caridad depende del fin» (II–II, q. 26, a. 1). Si el fin es Dios, la caridad eleva; si el fin es el hombre, la caridad decae.
El verdadero servicio a los pobres consiste en conducirlos a la santidad. «La Iglesia —decía León XIII— ha sido siempre madre de los pobres, pero más aún madre de los santos» (Graves de communi, 1901). No basta con aliviar la miseria: es preciso enseñar a sufrir cristianamente, a redimir el dolor en Cristo. Pío XII, en su encíclica Mystici Corporis (1943), lo formula con majestad: «El dolor y la pobreza, aceptados en unión con Cristo, se convierten en tesoro de redención para el Cuerpo Místico».
Toda desviación horizontalista rompe este vínculo sobrenatural. Si la Iglesia se reduce a institución humanitaria, deja de ser signum salutis. Y cuando se predica a los pobres sin hablarles del pecado y del cielo, se les niega la mayor de las misericordias: la verdad.
Por eso el católico defiende el esplendor del culto, la dignidad jerárquica y la doctrina íntegra. Amar a los pobres no es despojar el altar, sino elevar sus almas hasta él. La gloria de Dios y la salvación de las almas —ad majorem Dei gloriam et salutem animarum— constituyen la norma suprema de toda caridad auténtica.
Epílogo
Ante el avance de la confusión, el deber del católico fiel es resistir el pobrecismo sentimental con la caridad ordenada de los santos. No basta compadecer: es preciso convertir. No basta socorrer: hay que enseñar. La limosna sin doctrina engendra dependencia; la caridad con doctrina engendra santidad.
El cristiano debe mirar al pobre como imagen de Cristo crucificado, no como ídolo del mundo moderno. En cada miseria se oculta una llamada a la redención, no a la revolución. Por eso, el único remedio para los males sociales sigue siendo el Evangelio íntegro, predicado con firmeza, celebrado con sacralidad y vivido con penitencia.
A los pastores toca restaurar el orden jerárquico del amor: primero Dios, luego las almas, finalmente los cuerpos. Y a los fieles, redescubrir que el pobre más pobre es el pecador sin gracia.
Solo así la Iglesia será verdaderamente «madre de los pobres»: porque los hará hijos de Dios.
Notas
1. Summa Theologiae, II–II, q.23, a.1: «Caritas ordinatur in Deum sicut in finem, et in proximum propter Deum».
2. Ibidem, q.23, a.7: «Finis caritatis est beatitudo aeterna».
3. S. Augustinus, De doctrina christiana, I, 27.
4. León XIII, Rerum Novarum (1891), §14.
5. Pío XII, Discurso a la Acción Católica Italiana, 8 diciembre 1946.
6. S. Pius X, Notre charge apostolique, 25 agosto 1910.
7. S. Th., II–II, q.32, a.2.
8. Dilexi te, n.16.
9. León XIII, Immortale Dei, §13.
10. Pío XI, Quadragesimo anno, §42.
11. S. Th., I–II, q.90, a.2 ad 3.
12. S. Th., Super Matthaeum, cap.5, lect.1.
13. S. Ioannes Chrysostomus, Homilia in Matthaeum 50,3.
14. S. Ambrosius, De Nabuthe Jezraelita, c.12.
15. S. Augustinus, In Epist. Ioannis ad Parthos, Tract.5,7.
16. León XIII, Rerum Novarum, §36.
17. Pío XI, Quadragesimo anno, §120.
18. Pío XII, Radiomensaje de Navidad, 1942.
19. S. Franciscus Assisiensis, Admonitio VI.
20. Pío X, E supremi apostolatus, 1903.
21. S. Th., II–II, q.26, a.1.
22. León XIII, Graves de communi re, 1901.
23. Pío XII, Mystici Corporis Christi, 1943.
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