Sobre el cartel de la Feria de la Virgen del Alcázar




(El presente artículo ha sido publicado en La Esperanza)

El Ayuntamiento de Baeza ha presentado el cartel de su Feria de 2025, la Feria de la Virgen del Alcázar con motivo de la festividad de su Asunción a los cielos en cuerpo y alma, acompañado de un elaborado y lírico discurso de su autor, Javi Aldarias, que bien podría titularse «Apología de lo etéreo, lo subjetivo y lo decorativamente intangible». En lugar de una proclamación festiva anclada en la Tradición —visible, viva y católica—, nos encontramos ante una disertación esteticista que oscila entre el sentimentalismo devocional y un neopanteísmo visual, donde la sombra ha desplazado a la luz, y lo sagrado a la moda.


El autor pretende «sintetizar la esencia emocional y simbólica» de las fiestas, cifrada en la luz, la feminidad, la devoción y la alegría. Aunque a la Virgen del Alcázar —auténtico y único corazón de las fiestas— no se le vea ni de reojo, se nos asegura que no hace falta representarla. Según Aldarias, su presencia está en «la devoción silenciosa», «la sombra» y «la serenidad». O sea, en la ausencia. Es una suerte de mariología etérea, sin rostro, sin altar, sin novena ni procesión: casi un eco de Fátima sin los pastorcillos. 

Tal aproximación recuerda —con no poca ironía— a aquellas tentaciones iconoclastas que Pío XII denunció en Mediator Dei (1947), cuando escribió: «Es evidente que la Liturgia, fuente viva de la piedad cristiana, debe conservar su integridad, no sólo en materia, sino también en forma; y que no se debe permitir que, bajo el pretexto de una falsa adaptación a los gustos modernos, se destruya la antigua disciplina y forma de la Iglesia» (Pío XII, Mediator Dei, 20 de noviembre de 1947, n. 55). Porque eso es lo que se intenta: destruir la imagen por «moda conceptual», sustituir lo sagrado visible por un simbolismo sentimental, sin raíces ni fe verdadera. Como si lo eterno tuviera que pedir permiso a lo emocional para seguir reinando.


La figura central del cartel —una mujer de espaldas vestida de flamenca— se erige como símbolo de la «esencia femenina andaluza», un concepto tan amplio que incluye todo… menos a la Virgen del Alcázar. Una representación de lo femenino abstracto, genérico, arquetípico, acaso gnóstico. Vázquez de Mella advirtió ya en su tiempo sobre este tipo de difusiones simbólicas, cuando escribió que: «El símbolo tiene por fin poner delante de los ojos una realidad invisible; sin realidad a que aluda, el símbolo no es sino vacío y ruina» (Obras Completas, Vol. 1, discurso en el Congreso Católico de Zaragoza, 1903). Aquí, el cartel no representa a María, sino a «lo femenino», sin más. Y ese «sin más» es un vacío inmenso.


Aldarias insiste en que el cartel «respira devoción silenciosa», como si los baezanos de antaño hubieran aprendido la fe en las páginas de Heráclito o en las abstracciones de Jung. ¿Desde cuándo la religiosidad popular andaluza ha sido muda, tenue y vaporosa? ¿Acaso no son el estallido de cohetes, el canto de los coros, el clamor de los vivas y la solemnidad del rosario los que han forjado esta devoción? No fue la penumbra, sino la procesión. No la silueta, sino la imagen. No el silencio, sino el grito de ¡Viva la Virgen del Alcázar!


Incluso el fondo anaranjado del cartel —con esos atardeceres tan bienintencionados— remite a una estética de postal más que a una expresión de fe. Que sepamos, ni en la Edad Media ni en el Barroco se pintaban patronas a contraluz por pudor teológico. Hasta los paganos supieron esculpir diosas con rostro y gesto: no les bastaban las sombras.


Juan Manuel de Prada ha dicho que: «La cultura católica contemporánea se ha despojado del misterio, sustituyéndolo por un sentimentalismo vano que no sabe ya representar el drama de la Encarnación» (Artículo en ABC, 28 de noviembre de 2009). En ese sentido, este cartel es un ejemplo de «des‐encarnación iconográfica». La Virgen ha sido «interiorizada» hasta volverse invisible. El símbolo ha sido tan espiritualizado que ha desaparecido. Es la «devoción líquida» de la que hablaría Bauman, si hubiera sido sacristán.


Recordemos que, según enseña Santo Tomás, el símbolo sagrado no es una proyección subjetiva, sino un signo visible de una realidad superior que se participa. Elías de Tejada lo resumía con precisión: «La Tradición no es sentimiento heredado, sino orden objetivo y orgánico que se vive, se celebra y se defiende» (Tradición y razón, 1965, p. 32).


Y eso es lo que falta aquí: orden, encarnación, celebración visible. Todo es intención, aura, sugerencia… y sombra.


¿Un acontecimiento nuevo? En absoluto. Ya en estas páginas se denunciaron carteles pasados en la misma línea. Pero no confundamos lo hasta aquí expuesto, como una crítica a un mero cartel, anuncio efímero de unas fiestas que pasarán, si no el paradigma de una situación más grave: la laicización de las fiestas.


Según Santo Tomás, todo acto humano —incluidas las celebraciones litúrgicas— debe ordenarse al fin último, que es la visión de Dios (Summa Theologiae I‑II, q.1, a.1). En el contexto de las fiestas marianas, el fin originario es la glorificación de la Virgen y, por medio de ella, la alabanza al Creador. Cuando la fiesta se desplaza a la esfera exclusivamente social o turística, adopta fines secundarios (convivencia, ocio, economía local) y pierde su carácter teleológico: permanece la forma externa del rito, pero desaparece la orientación al fin sobrenatural.


Estos sacramentales (procesiones, bendiciones, imágenes sagradas) son signos e instrumentos que disponen al fiel a recibir gracia (STh III, q.60–65). Si estos signos se realizan sin la intención de preparar al alma para el culto divino, conservan sólo su materia (el desfile, la hostelería, la ornamentación, la feria, la música) y dejan de operar como canales de gracia. Bajo un velo nominal, el signo existe, pero «hueco»: es un gesto vacío de sacramentalidad.


Santo Tomás nos recuerda que el «orden de amores» (ordo amoris) es la jerarquía de los afectos humanos dirigida hacia el Bien Supremo. El culto divino purifica y ordena nuestras pasiones haciéndolas converger a Dios. Cuando el afecto principal se redirige al disfrute temporal —la fiesta laica—, se produce un disordinatio amoris: las pasiones quedan capturadas por bienes periféricos, y el rito pierde su capacidad de elevar el corazón al Amor divino.


En la Summa (I‑II, q.94–97), el Aquinate define la superstición como el uso indebido de lo sagrado: una desviación en la materia, la forma o la intención del acto religioso. La laicización nominal puede leerse como una forma sofisticada de superstición social: se conservan los ritos («materia») y los gestos («forma»), pero carecen de la recta intención teologal, convirtiéndose en espectáculos culturales más que actos de verdad sacramental.


Aunque el tomismo reconoce la independencia de las autoridades civiles respecto al culto (STh II‑II, q.104), insiste en que el bien común incluye la dimensión espiritual de la sociedad. El Estado puede y debe favorecer el ejercicio público del culto (el católico, claro, no cabe discusión) porque la liturgia pública contribuye al florecimiento integral de la polis. La desvinculación total del rito de su contenido religioso, bajo el pretexto de neutralidad, atenta contra ese bien común integral.


De este modo la laicización nominal no es un mero cambio cultural, sino un desplazamiento teleológico y sacramental que, si bien conserva la fachada ritual, priva a las fiestas de su eficacia sobrenatural y de su papel constitutivo en el orden moral y social.


Finalmente, esta dinámica de laicización nominal se refleja con claridad en elementos simbólicos contemporáneos como el cartel de la feria. Aunque a primera vista pudiera parecer un simple soporte gráfico de promoción, en realidad el cartel actúa como signo visible de la autocomprensión que una comunidad tiene de su celebración. Cuando en él desaparece la iconografía religiosa o queda reducida a un papel decorativo y marginal, mientras se exaltan elementos profanos —toros, fuegos artificiales, conciertos, ocio— se manifiesta externamente el desplazamiento interno del sentido de la fiesta. El cartel, así, no sólo informa: proclama una jerarquía de valores.


Podría objetarse que dicha laicización es sólo superficial, dado que subsisten elementos religiosos como la novena, la misa solemne o la procesión. Sin embargo, esta coexistencia no impide el fenómeno de secularización, sino que a menudo lo camufla bajo un barniz de respeto por la tradición. La mera conservación de formas externas no garantiza la integridad del acto si falta su intención formal, es decir, la ordenación al fin último sobrenatural. Ya lo advertía el Cardenal Billot, al señalar que «la sociedad civil puede conservar las vestiduras del culto, pero haber perdido el alma que las vivificaba» (La crisis del modernismo, 1907, p. 210). La presencia de los actos religiosos no basta si estos han dejado de ser el corazón y eje de la celebración.


Santo Tomás enseña que los sacramentales y las solemnidades litúrgicas disponen al alma para recibir la gracia, siempre que se realicen «ex intentione Ecclesiae», es decir, con la disposición debida (STh III, q.87, a.2). En ausencia de esta disposición —tanto en los fieles como en el cuerpo social— los actos devocionales se transforman en «costumbres» sin fuerza formativa. Lo había expresado con fuerza el dominico Garrigou-Lagrange al advertir contra la desvitalización del rito por rutina social: «El formalismo consiste en conservar la forma externa de la fe sin su espíritu ni su vida interior» (The Three Ages of the Interior Life, 1938, p. 55).


Por tanto, la presencia de novenas y procesiones no refuta la existencia del proceso de secularización; al contrario, puede contribuir a encubrirlo, al presentar una fachada de religiosidad que legitima un conjunto festivo estructurado ya en torno a fines puramente humanos: la cohesión social, el recreo, la promoción turística. El cartel de la feria, en este contexto, no es un accesorio menor: es el espejo donde se refleja qué fiesta se está celebrando realmente. Y cuando ese cartel elimina a la Virgen, o la convierte en un adorno desplazado por elementos ajenos al culto, nos hallamos ante una clara mutación simbólica: la fiesta ha dejado de ser teocéntrica para devenir antropocéntrica, y, por tanto, ha perdido su alma.


Ya lo denunciaba S. Pío X en su encíclica Pascendi dominici gregis (1907), contra el modernismo: «la religión ya no está en la vida, sino fuera de ella; permanece sólo en el gesto, en la fórmula, en la fachada, mientras el corazón está lejos» (Pascendi dominici gregis, 8 de septiembre de 1907, n. 41). Y Romano Guardini, en El espíritu de la liturgia (1918), ya lo advertía con claridad: «La liturgia no es invención humana, sino institución divina, y cuando se convierte en simple costumbre vacía pierde su poder y significado» (Der Geist der Liturgie, 1918, p. 20). Podría objetarse que este tipo de análisis incurre en un juicio temerario sobre las personas o sobre la fe de quienes participan en estas fiestas. Pero conviene hacer una distinción fundamental que enseña la más sólida tradición cristiana: una cosa es juzgar los actos o estructuras culturales según su conformidad con la verdad y el bien común; otra, muy distinta, es juzgar las conciencias o la santidad interior de las personas, lo cual pertenece sólo a Dios.


Lo aquí expuesto no se dirige contra los fieles, muchos de los cuales participan con buena voluntad en los actos religiosos y conservan un afecto sincero hacia la Virgen y la tradición recibida. Pero la caridad verdadera no consiste en callar lo que se ve, ni en disfrazar con eufemismos lo que se ha desfigurado. Siguiendo a Santo Tomás, el juicio recto —cuando se ajusta a la razón, la justicia y la finalidad ordenada al bien— no sólo es lícito, sino necesario (STh II-II, q.60, a.2). Denunciar con claridad el vaciamiento espiritual de las fiestas religiosas no es una falta de caridad, sino una obra de misericordia intelectual y pastoral, especialmente cuando se hace con reverencia y amor a la verdad.


Este juicio, además, no se refiere tanto a la culpa moral de los individuos, que sólo Dios conoce, sino al desequilibrio objetivo entre la forma exterior de la fiesta y su contenido teológico, entre el lenguaje nominalmente religioso y la realidad de una práctica cada vez más orientada al ocio, al consumo y al turismo. Por eso, cuando afirmo que el cartel —o el conjunto del programa festivo— ha sustituido a la Virgen por fuegos artificiales o conciertos, no afirmo que todos hayan perdido la Fe, sino que la estructura simbólica y cultural de la fiesta ya no responde al fin para el que fue instituida.


Finalmente, esta crítica no nace del desprecio, sino del deseo de que lo que es santo recupere su lugar de primacía. No busco condenar, sino llamar a una renovación desde la raíz, para que la fiesta —nominalmente religiosa— vuelva a ser verdaderamente teocéntrica, profundamente católica y ordenada al fin último del hombre, que es la gloria de Dios y la salvación de las almas.

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