Mártir del Detente: Baldomero García-Junco Vila
Baldomero García-Junco Vila no fue un combatiente cualquiera. Fue un mártir de la Fe. Un testigo de Cristo en medio del caos y el odio de una España desgarrada por la persecución religiosa. Su vida, breve y luminosa, se apagó entre los muros de un cementerio rural, pero su sangre dio fruto de salvación. Hoy, cuando tantos nombres se olvidan, el suyo resplandece con la dignidad de los que no negaron a Dios.
Orígenes en tierra sevillana
Baldomero nació en Sevilla, el 19 de mayo de 1918, en el seno de una familia numerosa, honrada y profundamente católica. Sus padres, Baldomero García-Junco Ruiz y Juana Vila Andreu, se habían casado en 1910 y criaron a seis hijos: Amparo, Juanita, María, Baldomero, Marcelino y Francisco.
Fue bautizado en la parroquia de Santa Cruz, templo cargado de historia y fe, donde comenzó a forjarse su alma cristiana. Desde joven, Baldomero destacó por su espíritu piadoso, recogido y comprometido. El 29 de junio de 1934, con apenas 16 años, ingresó en la Congregación Mariana de San Luis Gonzaga, deseoso de vivir conforme al ideal cristiano de pureza, obediencia y servicio.
Llamado a servir
El 18 de julio de 1936, al estallar la Guerra Civil Española, Baldomero se ofreció voluntario en el cuartel de Heliópolis, el barrio sevillano donde residía. Con tan solo 18 años, tomó el uniforme no por ambición ni por odio, sino por un profundo sentido de deber hacia su patria y su fe, en una España que se desangraba entre iglesias incendiadas y sacerdotes fusilados.
El 30 de julio le entregaron el uniforme y su fusil. Aquella misma tarde, se le encomendó una misión aparentemente menor: acompañar como escolta a un vecino que debía entregar unas armas a las tropas nacionales, en el pueblo sevillano de Tocina. Iba acompañado por otro muchacho, aún más joven: Luis de Hoyos, de solo 16 años.
La trampa de Tocina
Aquella mañana, Tocina amaneció con banderas blancas. Desde el aire, los aviones nacionales interpretaron ese gesto como señal de rendición. El Cuartel General recibió la noticia con esperanza: se pensaba que el pueblo había depuesto las armas.
Pero era una trampa mortal. Una emboscada.
Cuando el coche que transportaba a los tres hombres armados entró en el pueblo, fueron rápidamente rodeados, desarmados y hechos prisioneros. Pensaban que eran parte de la avanzadilla del ejército nacional. Los llevaron al Ayuntamiento y de allí, con los brazos en alto, los condujeron al cementerio.
Iban a ser ejecutados sin juicio, sin ley, sin defensa.
El perdón antes del disparo
En ese momento definitivo, entre el polvo y las lápidas, Baldomero se acordó de algo esencial: llevaba consigo un sobre con detentes del Sagrado Corazón de Jesús, que le habían dado sus hermanas antes de partir.
Con una serenidad sobrehumana, sacó los detentes y comenzó a repartirlos entre sus verdugos. No para evitar la muerte, sino como gesto de perdón y testimonio de fe. Les mostraba así que no les guardaba rencor, y que moría en paz, como cristiano.
Una catequesis silenciosa. Un acto de heroísmo espiritual.
El martirio y el milagro
Allí mismo, fueron fusilados sin piedad. Las balas no bastaron: los remataron a golpes de culata, en un acto de saña y barbarie. Baldomero cayó junto a Luis de Hoyos y el hombre al que escoltaban. Morían como vivieron: de pie en la fe, sin negar a Cristo.
Y en esa muerte, se obró un hecho providencial.
Ese mismo día, los milicianos habían encerrado en la iglesia del pueblo al párroco y a decenas de vecinos, con la intención de prenderles fuego vivos usando bidones de gasolina que ya esperaban junto a la puerta. Pero al desviarse para ejecutar a Baldomero y sus compañeros, descuidaron la vigilancia del templo.
Los encerrados aprovecharon la ocasión y lograron escapar. Se salvaron.
La sangre de Baldomero salvó muchas vidas. Su sacrificio fue semilla de vida, en un momento en que el odio parecía haber triunfado.
Baldomero García-Junco Vila no fue un soldado más. Fue un mártir de Cristo Rey, uno de tantos miles de españoles que no empuñaron el fusil por odio, sino por amor a Dios y a la patria, y que murieron perdonando, con el Detente en el pecho y en los labios.
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