El nacimiento del Tercio de Abárzuza, 19 de julio de 1936



I. El campanario de Ugar llama a la Cruzada


El 19 de julio de 1936, las campanas de la iglesia de San Juan Bautista de Ugar repicaron con un sonido distinto al de los domingos. No era el toque pausado que anunciaba la Misa, ni el grave repique de difuntos: era un toque rápido, nervioso, que sacudía el alma.


Los mozos del Valle de Yerri levantaron la cabeza, interrumpieron el trabajo en los campos y dejaron caer las hoces. En las casas, las madres se santiguaban y murmuraban:


—Ha llegado la hora… la hora que tantos esperaban.


En la plaza de Ugar, frente a la iglesia, se reunió en pocos minutos un grupo de hombres con la boina roja calada hasta las cejas. Venían de todas las aldeas cercanas: unos a caballo, otros en carros, otros corriendo a pie, con los ojos encendidos. Entre ellos destacaba la figura imponente del párroco: Don José Ulibarri.


Vestía sotana negra, llevaba un rosario enrollado en la mano izquierda y en la derecha sostenía un crucifijo de madera oscura. Su voz, grave y serena, se alzó sobre el murmullo de los hombres:


—¡Hijos de Navarra! ¡Cristo Rey nos llama! ¡España nos necesita! El demonio rojo avanza y quiere profanar nuestras iglesias, matar a nuestros sacerdotes y arrancar la fe de los corazones. ¡No lo consentiremos!


Un silencio reverente siguió a sus palabras. Luego, Ulibarri dio un paso al frente y señaló un cobertizo junto a la sacristía. Dos mozos lo abrieron, y noventa fusiles cuidadosamente envueltos en lona aparecieron ante los ojos asombrados de todos.


—Aquí están, hijos míos —dijo el cura—. Los he guardado durante años, esperando este día. Son pocos, pero son nuestros, y los consagraremos con nuestras oraciones.


El silencio se rompió con un clamor poderoso:


—¡Viva Cristo Rey! ¡Viva España!


II. La formación en Estella


Horas después, una columna improvisada de voluntarios atravesaba los caminos polvorientos rumbo a Estella, la vieja capital carlista. Iban con los fusiles al hombro, algunos con mochilas de cuero, otros con simples alforjas. En sus rostros se mezclaba la alegría y la gravedad del deber.


Cuando llegaron a Estella, la ciudad entera parecía revivir los días de gloria de Carlos VII. Las mujeres lanzaban flores desde los balcones, los niños corrían tras la columna y los ancianos se descubrían la cabeza en señal de respeto.


En la Plaza de los Fueros, Don José Ulibarri reunió a sus hombres. Los formó en dos filas rectas, como si llevaran años de instrucción. Luego, se adelantó con paso lento, levantando el crucifijo.


—En este día —dijo con voz solemne—, declaro formado el Tercio de Requetés de Abárzuza, en memoria de aquella gloriosa batalla donde nuestros padres dieron su vida por el Rey y la Fe. Vosotros sois sus herederos. Que ninguno manche este nombre sagrado.


Un murmullo recorrió las filas. Los voluntarios apretaron el fusil contra el pecho y se santiguaron. Uno de los más jóvenes, apenas un muchacho de diecisiete años, susurró a su compañero:


—Martín, ¿crees que volveremos?


El otro, un hombre maduro de barba espesa, le respondió con una sonrisa:


—No lo sé, hijo. Pero si no volvemos, moriremos con la gracia de Dios, que es lo que importa.


Don José escuchó esas palabras y se volvió hacia ellos:


—¡Hijos míos! No temáis la muerte. Temed, en cambio, ofender a Dios. Id a confesaros. Esta noche habrá Misa y comunión para todos antes de partir. Ninguno entrará en combate sin reconciliarse con el Señor.


III. La noche en la iglesia


La iglesia de San Miguel de Estella se llenó al caer la noche. Los requetés, de rodillas, rezaban el rosario. Muchos lloraban en silencio; otros, con los ojos cerrados, parecían dormir con la serenidad de los santos. Don José Ulibarri los confesó uno a uno, y cuando terminó, celebró la Misa.


El momento de la consagración fue inolvidable: noventa boinas rojas inclinadas al unísono, noventa corazones latiendo al mismo ritmo, ofreciendo sus vidas a Cristo Rey.


Al acabar la comunión, el sacerdote se volvió hacia ellos:


—Habéis recibido a Cristo. Desde ahora, Él será vuestra fuerza. No olvidéis que cada bala que disparéis debe ser un acto de justicia, no de odio.


IV. La marcha hacia Pamplona


El amanecer los encontró ya en marcha. La columna, con paso firme, avanzaba hacia Pamplona. Al frente, Don José Ulibarri montaba un mulo prestado, sosteniendo el crucifijo como estandarte. Tras él, los requetés entonaban el Oriamendi, que resonaba entre los montes navarros como un eco de los viejos Tercios carlistas.


Las mujeres los despedían llorando, pero con orgullo. Una anciana les gritó desde un portal:


—¡Luchad como cristianos, hijos míos, y volved con la victoria o con la palma del martirio!


Y todos respondieron con un grito que estremeció el aire:


—¡Viva Cristo Rey! ¡Viva España!


Así partió el Tercio de Abárzuza, hacia los frentes de Guipúzcoa y Aragón, donde muchos de ellos darían su vida, cumpliendo la promesa hecha en aquella noche sagrada en Estella.


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