23 de mayo. Memoria de la Espada del Cielo.


Aquel amanecer no fue como los demás. El cielo parecía más bajo, las montañas más calladas. Corría el año de gracia de 844, cuando los campos de la vieja Iberia eran aún frontera entre la cruz y la media luna. Los cristianos, pocos y asediados, resistían entre riscos, montes y oraciones. El rey Ramiro I, noble y valiente, sabía que en Clavijo se decidiría algo más que una batalla. Se decidiría la dignidad de un pueblo, la esperanza de una fe, la continuidad de una civilización.


Durante la noche, los soldados astures, exhaustos, dormían entre corzas de cuero y susurros de letanías. Sabían que los enemigos eran numerosos, curtidos, feroces. ¿Cómo vencer, si no quedaban más recursos que el aliento y la devoción? Pero el rey, entre todos, velaba. Su alma oraba mientras sus ojos se negaban al sueño. Y fue entonces, cuando todo parecía desvanecerse, que lo inefable ocurrió.


La oscuridad fue rasgada por una luz inesperada. Una presencia sobrenatural descendió del cielo, como centella sin trueno. Y allí, en mitad de la sombra, se alzó una figura majestuosa, montada sobre un corcel blanco como la hostia consagrada, con manto de peregrino, cruz sobre el pecho y espada flamígera al cinto. Era él.


¡El Apóstol Santiago!


No como caminante, sino como caballero de los cielos, como defensor de los pobres, protector de la fe, enviado del Altísimo. Su mirada atravesaba la carne y llegaba al alma. Se dirigió al rey, y su voz no fue sólo palabra, sino mandato:


—Ramiro, hijo de Asturias: no temas. Mañana combatiré a tu lado. Yo, Santiago, siervo del Cristo vivo, cabalgaré contigo. No será por tu espada que vencerás, sino por el auxilio de Dios y el valor de los que no se arrodillan ante el falso profeta.


Y desapareció como vino, dejando detrás la certeza de lo eterno.


El día siguiente fue como ningún otro. El alba no fue un simple paso del tiempo, sino un estallido del alma. Los estandartes ondearon, los cuernos sonaron, y el grito que brotó no fue aprendido, sino nacido de las entrañas de la historia:


—¡Santiago y cierra, España!


Y entonces ocurrió el milagro. En medio del fragor, entre el polvo y el acero, se le vio. Alto, terrible para los enemigos, glorioso para los suyos. El Apóstol cabalgaba, espada en alto, cruzando las filas sarracenas como rayo de juicio. Donde pasaba, la confusión y el pánico se apoderaban del invasor. Los cristianos, inflamados por su presencia, se lanzaron con furia santa. El enemigo huyó. Y la victoria fue completa.


Desde entonces, cada 23 de mayo, el pueblo fiel recuerda no solo una batalla, sino un pacto: el de Dios con su pueblo, el de Santiago con su tierra. No es leyenda, sino memoria sagrada. No es mito, sino herencia. Porque hay días en que el cielo baja a la tierra y los santos desenvainan espadas por los suyos.


Y mientras haya quien pronuncie con verdad aquel grito de guerra y de fe:

—¡Santiago y cierra, España!

…el espíritu del Apóstol seguirá cabalgando entre nosotros.

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