XI. LA COMUNIDAD DE LOS ESTADOS

     

     Complemento necesario de la doctrina sobre el orden interno del Estado es el magisterio pontificio acerca del orden internacional. Iniciado por Pío X y Benedicto XV con ocasión de la Primera Guerra Mundial, corresponde singularmente a Pío XII el mérito de haber desarrollado la doctrina sobre la comunidad de los Estados en términos precisos.

     Arranca el pensamiento del pontífice de este principio supremo: la unidad del género humano: uno en su origen común, que es Dios; uno en su naturaleza racional  y en el fin próximo y último de todos los hombres; uno en su misma habitación sobre la tierra...

     Esta unidad, de hecho y de derecho,  de la Humanidad, viene requerida por el orden absoluto de los medios y de los fines como exigencia moral y coronamiento de la vida social misma y se alimenta por el unificante precepto del amor de Dios y del prójimo, en el que se apoya la ley universal de la mutua solidaridad humana.


Los derechos humanos. Programa: "Lágrimas en la lluvia"

     Ahora bien, de la unidad del género humano, deriva la unidad de la familia de los pueblos  que lo forman y constituyen, la cual hay que referirla también a una exigencia y a un impulso de la misma naturaleza, que le da carácter de necesidad moral.

     Sí. Históricamente, los pueblos se van diferenciando unos de otros, no por eso deben romper la unidad sustancial  de la familia humana; antes bien, deben enriquecerla con la mutua comunicación de sus peculiares dotes espirituales y el recíproco intercambio de sus bienes y riquezas. Hoy, más que nunca, dado el gran progreso de la civilización y el incremento de las comunicaciones , están los pueblos entrelazados por el doble vínculo de una doble indigencia y de una benevolencia común. Jamás se han necesitado tanto unos a otros y nunca han podido ayudarse de tan eficaz manera.

     La misma ley de caridad que rige las relaciones entre los hombres, rige también el trato entre las naciones. De aquí que el odio entre los pueblos sea siempre de una injusticia cruel, absurda e indigna del hombre.

     Y del mismo modo que los hombres viven fraternalmente unidos en sociedad, también las naciones forman una comunidad natural que los liga con vínculos morales y jurídicos, tiene como designio el bien de todas las gentes y se regula por leyes propias.

     Esta comunidad universal de los pueblos es fruto de la voluntad  divina, está requerida como tal por el Creador, y por eso se ofrece y aun se impone como un hecho ineluctable  al que las naciones se someten como a voz de la naturaleza y se esfuerzan  por darle una regulación externa de carácter estable, una organización capaz de asegurar la independencia de cada una a la vez que la colaboración  de todas en beneficio d la Humanidad.


El derecho internacional


     El consorcio entre las naciones se ve sujeto, como todo lo humano, a una norma universal de rectitud moral, en la cual, a la postre, se encuentra la única garantía sólida de colaboración entre los pueblos. Todo el orden social ha de alzarse sobre la oca inconmovible  de esta ley moral, manifestada al hombre por el mismo Creador mediante el orden natural. Nada se puede asentar sobre la movediza arena de normas efímeras inventadas por el utilitario egoísmo de las naciones, más cerrado y temible, a veces, que el de los individuos.

     Sobre este subsuelo de orden moral se afirman los fundamentos jurídicos del orden supranacional, esto es, el derecho natural, que ha de servir de base, a su vez, a todo derecho de gentes positivo. La ley natural es para los pueblos la sólida base común de todo derecho y de todo deber, el lenguaje jurídico universal necesario para cualquier acuerdo, el fundamento de toda organización de Estados. Las relaciones normales  y estables entre éstos exigen que todos y cada uno de ellos reconozcan y observen los principios normativos del derecho natural en cuanto regulador de la convivencia entre las naciones.

     Separar el derecho de gentes del derecho natural y divino, para apoyarlo en la voluntad autónoma  de los Estados, es privarle de su asiento verdadero. La voluntad acorde de los Estados puede formular normas jurídicas que se impongan como obligatorias, pero ha de ser a condición de que respeten esa ley natural que es común a todos los pueblos, de la cual deriva toda norma de ser, de obrar y de deber, y cuya observancia asegura a la vez la convivencia pacífica y la mutua colaboración.

     Por su parte, el derecho positivo de los pueblos, indispensable a la comunidad  de los Estados, tiene una doble misión: definir con mayor exactitud las exigencias de la naturaleza, acomodándolas a circunstancias concretas, y adoptar, por la vía de los convenios. otras disposiciones ordenadas siempre al bien de la comunidad.


Soberanía y autoridad supranacional


     Entrando ya en los problemas del orden internacional, se ofrece como el primero de ellos la conciliación de la soberanía de los Estados con la autoridad supranacional, y la concordancia de los derechos de las naciones con los propios derechos de la comunidad.

     Porque también las naciones, en cuanto personas morales, tienen sus derechos fundamentales, que guardan un cierto paralelo con los derechos individuales. Helos aquí enunciados en una cita de Pío XII, quien los califica de exigencias del derecho de gentes: el derecho a la existencia, el derecho al respeto y a la buena reputación, el derecho a una manera de ser propia y a una cultura peculiar, el derecho al propio desenvolvimiento, el derecho a la observancia de los tratados internacionales...

     La conciencia de una universal caridad fraterna, que la doctrina cristiana suscita y favorece, no se opone al amor a la tradición y a las glorias de la propia patria ni al fomento de la prosperidad nacional. No se trata de abolir las patrias ni de fundir arbitrariamente las razas. Se trata sólo de que cada nación muestre comprensión y respeto hacia los sentimientos patrióticos de los demás. El amor  a la patria no debe significar jamás desprecio a las otras naciones ni menos enemistad hacia ellas,, porque no puede ser obstáculo el precepto cristiano de la caridad universal. La ley natural nos impone la obligación de amar singularmente el país en el que hemos nacido hasta dar la vida por él; si además nos manda amar a la comunidad de las naciones, se entiende ha de ser sin detrimento del amor a la propia patria.

     Las relaciones internacionales y el orden interno de los Estados se hallan, por otra parte, estrechamente unidos, porque el equilibrio y la armonía entre las naciones dependen del interno equilibrio y de la madurez intrínseca de cada uno de los Estados, así en el orden económico como en el moral y el intelectual. No deben, pues, ser tratados como cosas separadas y mucho menos contrapuestas.


Límites


     Se trata de potestades y derechos perfectamente conciliables, si el concepto de soberanía del Estado y el de autoridad supranacional se mantienen en su acepción verdadera. Porque ni uno ni otro concepto son absolutos; ambos conocen límites.

     Soberanía, en el orden internacional, significa autarquía y jurisdicción exclusiva dentro del territorio nacional y en las materias de la competencia interna, sin dependencia alguna del ordenamiento jurídico interior de cualquier otro Estado. Esta soberanía estatal, así entendida, ya se ve que es perfectamente compatible con una autoridad supranacional que refiera exclusivamente su jurisdicción  a las relaciones de esos Estados soberanos entre sí y a la vida colectiva de la comunidad  que todos ellos formen. Porque, en esta comunidad de los pueblos, cada Estado queda encuadrado dentro del común ordenamiento del derecho internacional, en el cual su soberanía exterior encuentra sus límites. Por decirlo todo, el Estado, en realidad, no ha sido nunca soberano en el sentido de una ausencia total de limitaciones. No lo ha sido en el orden interno; mucho menos en el externo.

     Pero tampoco la autoridad supranacional puede tener pretensiones de soberanía. En primer lugar, porque ha respetar íntegramente esa esfera de inferior supremacía de cada uno de los Estados miembros. Pero, además, porque su autoridad en la esfera internacional está condicionada la bien común de la colectividad de las naciones. Por eso, la futura organización política mundial, de que más abajo se habla, gozará de una autoridad efectiva en la medida que salvaguarde y favorezca la vida propia de una comunidad internacional cuyos miembros todos concurran conjuntamente al bien de la humanidad entera.


El nacionalismo egocéntrico


     Es, en cambio, incompatible del todo con la caridad internacional el nacionalismo intransigente y egocéntrico, que la buena doctrina condena por sí mismo, porque niega o conculca los deberes de caridad para con la gran familia de las naciones.


La Iglesia Católica y el nazismo. Programa: "Lágrimas en la lluvia"

     A este propósito, es necesario distinguir entre vida nacional y política nacionalista. La vida nacional, derecho y gloria de un pueblo, es el conjunto operante de todos aquellos valores de civilización que son propios  y característicos de un determinado grupo humano. Debe ser promovida, porque, lejos de estorbar a la vida internacional, la ayuda y enriquece. Pero el nacionalismo, en cuanto mentalidad egocéntrica al servicio de las ambiciones ilimitadas  de unos de esos grupos nacionales, debe ser reprimido, porque desconoce o viola la convivencia internacional y es la causa preponderante de los conflictos internacionales y aun de las conflagraciones bélicas.

     Profesa el nacionalismo una concepción hegeliana de la soberanía, según la cual ésta equivale a la omnipotencia del Estado, por lo que, entregadas al arbitrio de los gobernantes las relaciones internacionales, la prepotencia casi infinita del Estado rompe la unidad que vincula entre sí a todos ellos, abre camino a la violación de derechos ajenos y hace casi imposible la convivencia pacífica  y más aún la colaboración entre las naciones.

     Contra las desviaciones del nacionalismo intransigente, los Papas predicaban de modo cada vez más apremiante la caridad internacional, sometida a un ordenamiento jurídico, el cual tanto abarca las relaciones normales entre Estados como las situaciones de crisis y conflicto.


Regulación jurídica 


     Esta regulación jurídica entre los Estados, en épocas de convivencia normal, ve formuladas sus normas por vía de pactos y tratados.

     Base común de la propia regulación son los siguientes postulados fundamentales: el respeto íntegro de la independencia y libertad de todos los Estados, así como de sus derechos fundamentales; la justicia y equidad en los tratos, de modo que aquello que una nación reivindique para sí deba concederlo, en igualdad de situaciones, a las otras; la aceptación de los deberes inherentes a los derechos que se invocan y ejercen, puesto que van derechos y deberes tan íntimamente unidos, que constituyen una única y totalidad jurídica; la observancia inviolable de los pactos estipulados y la fidelidad a la palabra que se empeña; la equitativa, prudente y leal revisión conjunta de sus tratados cuando el transcurso del tiempo y el cambio de situación lo exigiere o simplemente lo aconsejare; la denuncia previa en forma clara y regular del tratado  cuya resolución estuviese prevenida; la apelación formal a las instituciones encargadas del sincero cumplimiento de los contratos...

     Importa singularmente afianzar la seguridad jurídica merced al respeto de los pactos; porque considerar los convenios ratificados como cosa efímera  y caduca y atribuirse la tácita de voluntad de rescindirlos o quebrantarlos unilateralmente cuando la propia utilidad parezca aconsejarlo, es proceder que echa por tierra toda confianza.


Conflictos: sujetos de derecho


     Pero no sólo las relaciones normales de los Estados han de sujetarse al derecho; también los conflictos internacionales deben tener un tratamiento jurídico, en lugar de ser entregados a la decisión de las armas.

     Se entra, con esto, a exponer la doctrina pontificia sobre la guerra, doctrina que avanza audazmente con relación a las teorías tradicionales de filósofos y teólogos, puesto que trata de conducir la mentalidad cristiana  a la plena reprobación de toda guerra que no ea la puramente defensiva.

Parece, en efecto, llegada la hora en que la Humanidad, dado el progreso alcanzado, se pregunte francamente -dice Pío XII- si debe resignarse a lo que en el pasado pareció una dura ley histórica o si, por el contrario, debe buscar caminos y hacer esfuerzos para librar  al género humano de la pesadilla perpetua de los conflictos bélicos.

     El precepto de la paz es de derecho divino, y su fin es la protección de los bienes de la Humanidad en cuanto son bienes del Creador. Por eso hay que salvar la paz a toda costa, haciendo que, sobrevenido un caso de conflicto, la fuerza material de las armas sea sustituida  por la fuerza moral del derecho.

     Viejos errores sobre la amoralidad de la guerra suscitados en los últimos años han tenido que ser explícitamente condenados por los Papas. Así, la proposición de que la guerra es un hecho ajeno a toda responsabilidad moral, por la cual el gobernante que la declara, si bien puede incurrir en un error político cuando la guerra se pierde , no puede ser acusado de culpa moral ni de delito. Así también la simple condenación de la guerra por sus horrores y no, además, por su injusticia. Así, en fin, la tesis de que la guerra es una fase más de la acción política y tan natral y admisible como cualquiera otra de ellas.


Guerra


     Conviene, llegado a este punto, distinguir la guerra de agresión y la guerra defensiva. En cuanto a la primera, su inmoralidad aparece cada día más evidente. Toda guerra de agresión contra aquellos bienes que el ordenamiento divino de la paz obliga a respetar es pecado, delito, atentado contra la majestad de Dios, creador y ordenador del mundo. Es más, la guerra ofensiva, aun cuando sólo revista la forma de la llamada guerra fría, debe ser condenada absolutamente por la moral.

     La conciliación , el arbitraje, son las instituciones jurídicas a que se debe acudir en caso de conflicto. Y deben hacerse obligatorias, hasta el punto que se impongan sanciones al Estado que rehúse someterse a ellas o niegue a aceptar sus decisiones.

     En fin, para evitar la guerra de agresión deben sr limitados los armamentos, con lo cual se esquivarán la tentación y el riesgo  de que la fuerza material, en vez de servir para tutelar el derecho, apoye la tiránica violación de éste. Con la limitación de los excesivos armamentos quedarán, además, liberados los pueblos de la pesada servidumbre económica que hoy les aflige a causa de los grandes dispendios militares.

     Pero no todo se remedia con la restricción de los armamentos. Cae en un materialismo práctico o en un sentimentalismo superficial quien considera, en el problema de la paz, única o principalmente la amenaza de las armas y no da valor alguno a la ausencia del orden cristiano, que es la verdadera garantía de la paz.

     Otro es el caso de la guerra defensiva, la cual es lícita y hasta puede ser obligada si es el único medio que queda al pueblo para repeler la agresión.

     Contra el moderno irenismo y contra la propaganda pacifista, que abusa de la palabra paz para ocultar designios nada pacíficos, los Papas recuerdan que ni la sola consideración de los dolores y males que derivan de la guerra ni la ponderación cuidadosa del daño y de la utilidad que de ella puedan  seguirse valen para determinar si es moralmente lícito e incluso, en algunas concretas circunstancias, obligatorio rechazar con la fuerza del agresor. Porque algunos de los bienes que constituyen el patrimonio de las naciones son de tanta importancia para la convivencia humana, que su defensa bélica contra la injusta agresión es, sin duda, plenamente legítima. Por otra parte, una propaganda pacifista que provenga de quien niega la fe en Dios es un simple medio de provocar efectos tácticos de excitación y confusión.

     Vale igualmente esta doctrina para la guerra fría, y, cuando se produce, el atacado tiene no solamente el derecho, sino también el deber de defenderse. Porque ningún Estado puede aceptar impasible la esclavitud política o la ruina económica.

     Hay que ir más lejos. El deber de resistir la agresión puede alcanzar a los demás Estados que  no son el agredido. Se da como una suerte de obligación general de venir en socorro del atacado. Ante una injusta agresión , la solidaridad que une a la familia de los pueblos prohíbe a los demás  comportarse como simples espectadores en una actitud de impasible neutralidad. La comunidad de las naciones tiene el deber de no abandonar al  pueblo agredido.


Organización de las Naciones


     Para garantía de una paz justa y durable, la Comunidad de las Naciones debe organizarse jurídicamente.

     Punto esencial de todo futuro arreglo el mundo, es la existencia de un órgano para el sostenimiento de la paz, órgano investido, por consentimiento común, de una suprema autoridad y cuyo oficio será sofocar en su raíz cualquier amenaza de agresión, aislada o colectiva, y tratar luego de resolver el conflicto por medios pacíficos.

     El tema  de la autoridad supranacional es siempre el más difícil. Esta deberá ser verdadera y efectiva sobre los Estados miembros, pero de tal forma que todos conserven igual derecho a su soberanía relativa. El común consenso de todos  ellos será el sostén de esta autoridad.

     Otro punto delicado es el de la sanción al Estado rebelde. Se apunta en la doctrina pontificia  algo como un juicio internacional y una condena de ostracismo. El violador del derecho en la comunidad de los pueblos debe ser condenado como criminal y, en tal concepto, llamado a rendir cuentas de sus acciones. Y debe ser apartado, como perturbador de la paz, en infamante soledad, lejos de la sociedad civil.


Caso concreto: Europa



La Unión europea. Programa: "Lágrimas en la lluvia"

     El único espíritu que debe y puede animar toda comunidad, y especialmente a Europa, es la fe católica, que constituye la base de su civilización y cuya difusión en el mundo ha sido y es la misión histórica de Europa. Era el alma en sus siglos de esplendor, y cuando la cultura europea se separó de ella, la unidad de Europa quedó rota.

     Por eso, hoy, por encima del fin económico y del político, la Europa unidad debe asumir como misión propia la afirmación y la defensa de la Fe, que en otro tiempo constituyó el fundamento de su existencia.

La misión civilizadora de Europa abarca el mundo entero, sobre el cual debe distribuir las riquezas espirituales acumuladas por cada una de las naciones que la forman. 

Comentarios

Entradas populares