DÍA DE LA HISPANIDAD: 12 DE OCTUBRE
La impiedad, ciertamente, no entró en la Península
blandiendo sus principios, sino bajo la yerba y por secretos conciliábulos.
Durante muchas décadas siguieron nuestros aristócratas rezando su rosario.
Empezamos por maravillarnos del fausto y la pujanza de las naciones
progresivas: de la flota y el comercio de Holanda e Inglaterra, de las plumas y
colores de Versalles. Después nos asomamos humildes y curiosos a los autores
extranjeros. Avergonzados de nuestra pobreza, nos olvidamos de que habíamos
realizado, y continuábamos actualizando, un ideal de civilización muy superior
a ningún empeño de las naciones que admirábamos. Y como entonces no nos
habíamos hecho cargo, ni ahora tampoco, de que el primer deber del patriotismo
es la defensa de los valores patrios legítimos contra todo lo que tienda a
despreciarlos, se nos entró por la superstición de lo extranjero esa
enajenación o enfermedad del que se sale de sí mismo, que todavía padecemos.
No vimos entonces que la pérdida de la tradición implicaba la disolución del Imperio y por ello la separación de los pueblos hispanoamericanos. El Imperio español era una Monarquía misionera, que el mundo designaba propiamente con el título de Monarquía católica. Desde el momento en que el régimen nuestro, aun sin cambiar de nombre, se convirtió en ordenación territorial, militar, pragmática, económica, racionalista, los fundamentos mismos de la lealtad y de la obediencia quedaron quebrantados.
La España que
veían a través de sus virreyes y altos funcionarios, los americanos de la
segunda mitad del siglo XVIII, no era ya la que los predicadores habían
exaltado, recordando sin cesar en los púlpitos la cláusula del testamento de
Isabel la Católica, en que se decía que: «El principal fin, e intención suya, y
del Rey su marido, de pacificar y poblar las Indias, fue convertir a la Santa
Fe Católica a los naturales», por lo que encargaba a los príncipes herederos:
«que no consientan que los indios de las tierras ganadas y por ganar reciban en
sus personas y bienes agravios, sino que sean bien tratados.» No era tampoco la
España de que, después de recapacitarlo todo, escribió el ecuatoriano Juan
Montalvo: «¡España, España! Cuanto de puro hay en nuestra sangre, de noble en
nuestro corazón, de claro en nuestro entendimiento, de ti lo tenemos, a ti te
lo debemos.»
La defensa de la Hispanidad. Ramiro de Maeztu
Hispanidad, por el Prof. D. Miguel Ayuso
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