VII LIBERTAD, IGUALDAD Y AUTORIDAD
Los hombres ante el Estado no son masa, son personas, esto
es: sujetos de derechos y deberes inviolables. El Estado no es una clonación de
hombres a la manera de masa sin alma, sino una
sociedad de seres individualizados que gozan de una dignidad personal
inviolable.
De aquí que en la relación individuo a Estado sea menester
salvar siempre la libertad de la persona humana, de la cual la Iglesia es la
más firme defensora. La doctrina de la Encíclica Libertas, de León XIII es la
mejor prueba de ello.
Encíclica Libertas, de León XIII, exposición magistral del Rvdo. D. Javier Utrilla Avellanas, en el I Seminario de Política Tradicionalista Reinos del Sur.
Pero la libertad humana no es absoluta e ilimitada. Ya en su
definición auténtica lleva sus límites. Porque la libertad no es la facultad de
obrar lo que la voluntad apetezca; es la facultad racional de obrar precisamente el
bien, según las normas de la ley eterna. No hay libertad para profesar el
error ni para obrar el mal, mejor dicho, esa no es libertad, sino libertinaje y
desenfreno y, a la postre, esclavitud a la tiranía de las pasiones.
Dentro del Estado, la libertad verdadera del ciudadano
consiste en poder vivir cada uno se una recta razón y con arreglo a la ley.
Dicho
de otro modo, la libertad pública sólo es legítima cuando se ordena a facilitar
la vida virtuosa. La verdadera libertad, en el campo de la vida política,
consiste en que, por medio de las leyes civiles, pueda cada cual vivir según
los preceptos de la ley de Dios.
Toda libertad en los particulares en la comunidad, en
gobernantes y gobernados, implica obediencia una razón suprema y eterna y está
sujeta al derecho natural y a la ley eterna de Dios. Rechazar el supremo
dominio de Dios sobre el hombre y la sociedad no es libertad, sino rebeldía,
esto es, perversión de la libertad.
Libertad y autoridad
Conjugar el binomio libertad y autoridad, referidos ambos
términos a la comunidad jurídica, al Estado, ha sido y es el problema más grave
y difícil de la ciencia política. Se trata deslindar los campos de dos grandes
y poderosos señores. Y esta cuestión sólo se resuelve partiendo, como lo hace la
doctrina católica, del concepto verdadero de la libertad humana, esto es, de un
albedrío personal sujeto a la ley divina, y del concepto auténtico de la humana autoridad,
o sea, en cuanto a participación de la autoridad de Dios, de la que emana, por
tanto, el deber de obediencia. Sólo la Iglesia ha acertado siempre a unir unfecundo acuerdo el principio de la legítima libertad como el de la autoridadlegítima.
El libertinaje, el desenfreno, el espíritu de sedición, la
desobediencia, nada tienen que ver con la libertad cristiana; no puede decir
siquiera que sean excesos o abusos de la libertad; son contrario de la libertad verdadera. Por el contrario, la
seguridad y la grandeza de la libertad están en razón directa de los frenos que
se opongan a la licencia.
Aun la misma libertad verdadera del individuo no carece, en
su uso, de limitaciones, que vienen determinadas por el interés general, por el
bien común. Dañarlo o ponerlo en riesgo es abusar de la propia libertad, aunque ésta sea
legítima.
La libertad de la persona humana, así concebida, es
inviolable. El Estado debe respetarla y está obligado a revocar las medidas que
sean lesivas y a la reparación consiguiente.
Pero el Estado, además, es el custodio de la libertad, tiene
que proteger la libertad verdadera y reprimir la falsa. No puede declararse neutro, equiparando los derechos de la verdad a los del error, los de la virtud a los del
vicio, y otorgando análoga libertad a unos y a otros.
Doctrina ésta difícil de imbuir en la actualidad después de
tantos lustros de errores acerca de la libertad, fruto del liberalismo. Sin embargo,
las tesis pontificias son terminantes: el derecho, facultad moral, no puede
suponerse concedido por naturaleza de moda igual a la verdad y el error, a la
virtud y el vicio; es contrario a la razón que la verdad y el error tenga los
mismos derechos; la libertad, como facultad que perfecciona al hombre, debe de
aplicarse exclusivamente a la verdad y al bien.
Juan Manuel de Prada, Ahora la opinión del sabio y la del ignorante valen lo mismo; es una época demagógica
Doctrina sobre la tolerancia
La tesis acerca de libertad es, pues, clara y rotunda. Entra aquí en juego, no
obstante, un nuevo elemento, un factor de hecho, la hipótesis que permite
salvar la conducta de la autoridad cuando, en determinadas situaciones, no
puede ajustarse a la tesis. Esta es la doctrina de la tolerancia, que, por lo
mismo que es materia delicada, se pasa a exponer con la mayor fidelidad no sólo
al pensamiento, sino las propias expresiones usadas por los Papas.
Concediendo derechos, sólo y exclusivamente, a la verdad y
la virtud, no se opone la Iglesia a la tolerancia, por parte de los poderes
públicos, de algunas situaciones contrarias la verdad y a la justicia, para evitar un mal mayor o para
conseguir un mayor bien.
El bien común es, como siempre, el criterio definidor. El
hecho de no impedir por medio de leyes
estatales o disposiciones coercitivas lo que daña a la verdad o la norma moral,
puede hallarse justificado por el interés de un bien superior y más general. Y
el deber de reprimir las desviaciones morales y religiosas no siempre puede ser
una última norma de acción; ha de estar subordinado normas más altas y
generales, las cuales, en determinadas circunstancias, permiten no impedir el
error a fin de promover un mayor bien. Pero
se trata de una simple permisión; si por causa del bien común, y únicamente por
ello, puede la ley humana tolerar el mal, no puede ni debe jamás aprobarlo ni
quererlo en sí mismo.
Hay que cuidar también de no excederse en la tolerancia,
porque su abuso puede traer males mayores, con lo cual deja de estar
justificado. Al ser la tolerancia del mal
un postulado de la prudencia política, debe quedar estrictamente circunscrito a
los límites y requeridos por la causa o razón de esa tolerancia, esto es, por
el bien público. Por eso, si la tolerancia daña el bien público, la
consecuencia es su ilicitud.
En ningún caso, por último, debe faltar la tolerancia para
el bien, cosa que ocurre a veces cuando la manejan mentes liberales que
indebidamente prodigan la tolerancia para lo malo; pues es muy frecuente que
estos grandes predicadores de la tolerancia sean, en la práctica, estrechos e intolerantes cuando se trate del catolicismo.
Igualdad y desigualdades
Tras la doctrina de la libertad personal en relación con las
sociedad, es pertinente exponer las
tesis católicas sobre la igualdad y fraternidad los hombres, también en lo que
concierne a la vida pública.
Es un principio sagrado
de la igualdad de los hombres por naturaleza, que lleva aparejado el de la
paridad jurídica de los ciudadanos ante la ley. Consiste esta igualdad de los
hombres en que, teniendo todos los la misma naturaleza, están abocados todos la
misma eminente dignidad de hijos de Dios y todos y cada uno deben ser juzgados
según la misma ley eterna.
Pero la igualdad por naturaleza
no comporta una igualdad de condición,
una igualdad social. Por el contrario, la misma naturaleza de la vida social
exige una desigualdad de situación y, en consecuencia, de derecho de autoridad.
No porque los hombres son iguales por naturaleza han de ocupar el mismo puesto en la vida social; cada
cual tendrá el que adquirió por su conducta, pues, aunque la vida social exige
unidad interior, no excluye las diferencias causadas por la realidad. Elprincipio de que toda desigualdad de condición social implica una injusticia es,como contrario a la naturaleza de las cosas, un principio subversivo de ordensocial.
Ahora bien, una concepción
ideal pide que se acentúe progresivamente la unidad interior de la sociedad,
aunque no lleguen a desaparecer las diferencias. El orden nuevo que sea base de
la vida social tenderá a realizar de modo cada vez más perfecto la unidad
interior de la sociedad; pero no igualando como un rasero a todos. En un Estado
que se abandona al arbitrio de la masa, la igualdad degenera en una nivelación
mecánica, en una monocroma uniformidad. Por el contrario, en una concepción
política impregnada por el pensamiento religioso, la igualdad teórica y la
diferencia funcional de los hombres deben tener su adecuada conjugación.
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