V. LA SOCIEDAD FAMILIAR ANTE EL ESTADO.


     Pío XI dedica una encíclica, la Divini illius Magistri, a la educación cristiana de la juventud. Sigue en punto a principios a Santo Tomás y recoge lo fundamental del Magisterio de León XIII. Sólo un capítulo de ella cae en el terreno de esta recopilación, el relativo a la misión educadora; a él se  ciñe esta entrada.

     Tres son las sociedades necesarias, distintas, pero armónicamente unidas por Dios, en el seno de las cuales nace el hombre: dos sociedades son de orden natural, la familia y el Estado; la tercera de orden sobrenatural, la Iglesia.

     La familia es sociedad instituida inmediatamente por Dios para su fin específico, que es la procreación y educación de la prole. Tiene, por ello, prioridad de naturaleza y, por consiguiente, prioridad de derechos respecto al Estado.

     Pero la familia es sociedad imperfecta, puesto que no posee en sí misma todos los medios necesarios para la perfecta consecución de su fin propio. En cambio, el Estado es una sociedad perfecta, por tener en sí mismo todos los medios necesarios para su propio fin, que es el bien común temporal. Desde este  punto de  vista, pues, o sea en orden al bien común, el Estado tiene preeminencia sobre la familia, que sólo dentro del Estado alcanza su conveniente perfección temporal.

     El Estado debe respetar a la sociedad familiar y está obligado a ayudarla, singularmente creando en torno suyo el ambiente moral  y social que le permita cumplir su misión propia.

     La familia es el principio y fundamento de la sociedad civil y, por consiguiente, del Estado. Como que es la fuente perenne de donde mana la vida, el hogar en el que se forja el hombre, luego ciudadano y, en fin, la célula vital del pueblo.

     Su origen es divino. No sólo el de la primera pareja creada por Dios. También el de los sucesivos matrimonios, o mejor expresado, el del matrimonio mismo en cuanto institución. Las prerrogativas fundamentales del matrimonio han sido determinadas por el creador.

La patria potestad.

     Dios comunica de modo inmediato a la familia, en el orden natural, la fecundidad, principio de vida y, por tanto, principio de educación para la vida, y la autoridad, principio de orden.

     Es falso, por tanto, pretender que el matrimonio sea un contrato civil y la sociedad domestica una institución meramente convencional que reciba su autoridad del derecho positivo. Y es falso también que la ordenación jurídica del matrimonio  competa libremente a la autoridad civil y que ésta pueda legislar acerca del vínculo conyugal y sobre su unidad y estabilidad; establecer impedimentos y dirimentes, sancionar el divorcio y asumir para sí las causas matrimoniales. El Estado debe respetar la autoridad, así legislativa como jurisdiccional, de la Iglesia acerca del matrimonio.
La familia forma una unidad en varios órdenes; económico, jurídico, moral y religioso. Nadie puede arrebatar a los padres, sin grave ofensa del derecho, la misión que Dios les ha encomendado de proveer al bienestar temporal y al bien eterno de la prole.

     Es errónea, por tanto, cualquier concepción del Estado que entregue a este la autoridad sobre los hijos de la familia, pretextando que las generaciones jóvenes le pertenecen. Y es falsa también la tesis que, aún respetando las prerrogativas paternas, no las reconoce como derechos naturales y las hace derivar y depender de la ley civil.

     El unánime sentir del género humano repudia la idea de que la prole pertenezca al Estado por el mero hecho de que el hombre nazca  ciudadano. Para ser ciudadano, el hombre debe existir, y la existencia no se la da el Estado, sino los padres. Son los hijos como algo de los padres, como una extensión, en cierto modo, de sus personas, y, hablando con propiedad, no entran a formar parte de la sociedad civil por sí mismos, sino a través de la familia en cuyo seno han nacido.
     La patria potestad, en consecuencia, es tal naturaleza, que no puede ser suprimida ni absorbida por el Estado, porque tiene le mismo principio que la vida misma del hombre.

La misión educativa.

     La familia recibe, también de modo inmediato,  del Creador la misión y, por tanto, el derecho de educar la prole; derecho irrenunciable por estar inseparablemente unido a una estricta obligación; y anterior a cualquier otro derecho del Estado y de la Sociedad y, por lo mismo, inviolable por parte de toda potestad  terrena.

     

El discernimiento cultural como reto de la educación cristiana


     La educación no es obra de individuos, es obra de la sociedad, y, por abarcar a todo hombre, como persona y como miembro de la sociedad, y así en el orden de la naturaleza como en el de la gracia, pertenece la educación a las tres sociedades necesarias, familia, Iglesia y Estado, en una medida proporcionada, que corresponde,  según el orden presente de la providencia establecido por Dios, a la coordinación jerárquica de sus respectivos  fines.

     Sobre la misión educativa de la familia hay que añadir que el derecho de los padres a educar a sus hijos no es absoluto ni despótico, porque está subordinado al fin último de éstos y  la ley natural y divina, por lo cual éste derecho comporta la obligación correlativa de que la educación de la prole se ajuste al fin para el cual Dios les ha dado los hijos; que el deber educativo de la familia comprende no sólo la formación religiosa y moral, sino también la física y la civil; y, en fin, que para aquello que no puedan los padres enseñar por sí mismos deben delegar su misión educativa en el maestro, siempre que la escuela reúna los requisitos que garanticen una cristiana educación.

Misión educativa de la Iglesia.

Lágrimas en la lluvia. Tema tratado: Educación.

Contertulios: José Manuel Otero Novas, José Luis Almarza, Juan Antonio Perteguer y Andrés Amorós.


     Pertenece la educación de un modo supereminente a la Iglesia por dos títulos de orden sobrenatural, superior a cualquier otro de orden natural. Es el primero la expresa misión docente y la suprema autoridad de magisterio que le fueron concedidas por su divino Fundador. El segundo, la maternidad sobrenatural, por virtud de la cual la Iglesia engendra y alimenta a sus hijos en la vida divina de la gracia.

   En el ejercicio de su misión educadora, la Iglesia es independiente de todo poder terreno; por ser sociedad perfecta con derecho a elegir los medios más idóneos, y porque toda enseñanza tiene una relación necesaria de dependencia con el fin último del  hombre.
      Esta misión educativa no sólo se refiere al objeto propio de su magisterio, la fe y las costumbres, el cual, por beneficio divino, está inmune de todo error, sino que alcanza al conjunto de las disciplinas y enseñanzas humanas que son patrimonio común de todos. Por eso la Iglesia fomenta la literatura, la ciencia y el arte, en cuanto son útiles para la educación cristiana de las almas.
     Es, además, su derecho inalienable, y, a la vez, su inexcusable deber, vigilar la educación que se dé a los fieles en cualquier institución pública o privada, no sólo en lo referente a la enseñanza religiosa, sino en cualquier disciplina y plan de estudios, por la conexión que éstos puedan tener con la religión y la moral.

     Por  la misma extensión de la misión educativa de la Iglesia, esta abarca a todos los pueblos, sin limitación alguna de tiempo o lugar, y comprende, no sólo a los fieles súbditos suyos, sino también a los infieles, ya que todos los hombres están llamados a conseguir la salvación eterna.
   Ésta supereminencia educativa de la Iglesia concuerda perfectamente con los derechos de la familia y del Estado, porque el orden sobrenatural no destruye ni menoscaba el orden natural, sino que, por el contrario, lo eleva y lo perfecciona.

Misión educativa del Estado.

     El primado de la Iglesia y de la familia en la función educativa no implica daño alguno para los genuinos derechos del Estado en éste orden.
     Éstos derechos le están atribuidos al poder civil por el mismo Autor de la naturaleza en virtud de la autoridad que el Estado tiene para promover el bien común temporal, que es su fin específico.

     En materia educativa, el Estado tiene el derecho y la obligación de tutelar con su legislación el derecho antecedente de la familia y de respetar el de la Iglesia. Y es también misión suya suplir, por razón del bien común, la labor de los padres en los casos en que falte por dejadez, incapacidad o indignidad.
     Es , asimismo, función del Estado garantizar la educación moral y religiosa de la juventud, removiendo los obstáculos que la estorben, y promover su instrucción general, sea favoreciendo y ayudando las iniciativas de la Iglesia y de las familias, sea completando la labor de ellas cuando fuese insuficiente. Dado que posee el Estado mayores medios, puestos a su disposición para las comunes necesidades de todos, es justo que los emplee en provecho de aquellos de quienes proceden.

     Por último, puede el Estado exigir y debe procurar la formación ciudadana de sus súbditos y reservarse la creación de escuelas preparatorias por sus funcionarios y especialmente para los ejércitos.
     La condición general que se impone al Estado en el desarrollo de toda esta vasta función educadora es que respete los derechos naturales de la Iglesia y de la familia y que observe la justicia, que manda dar a cada uno lo suyo.

     Dedúcese de lo expuesto en esta entrada que es injusto todo monopolio estatal en materia de educación que fuerce física o moralmente a las familias a enviar a sus hijos  a la escuela del Estado, contrariando sus legítimas preferencias. Y que es pernicioso abuso de nacionalismos configurar militarmente la educación física de los jóvenes exaltando el espíritu de violencia y substrayéndolos al santuario de la vida familiar.

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