I.- LA CONCEPCIÓN CRISTIANA DE LA VIDA PÚBLICA
(Índice)
Dios,
autor de la vida
individual, pero
también de la
vida familiar y
social, ha marcado a la Humanidad unos caminos que recorremos más o menos
porque el orden cristiano, tengámoslo presente,
es esencialmente un orden de
libertad (Concilio de Trento Sesión VI, capítulos 1 y 5).
Los
planes divinos acerca de la
Humanidad resultan, en su ejecución, imperfectos, porque los hombres
los descomponemos, con el permiso de Dios que respeta en todo momento nuestro albedrío.
Todo ello
no es óbice para creer que no existe ese orden
querido por Dios, y mucho
menos que no hay
que conocerlo y aplicarlo (Villanueva, J.L.: Catecismo deestado según los principios de la religión, pp. 9-28).
Cristo,
Redentor nuestro , Dueño y
Señor de los hombres, Soberano de todas y
cada una de
las realidades sociales y políticas
del mundo, no solo regeneró al hombre caído,
sino también a la sociedad igualmente
degenerada. De la fuente
doctrinal que es el Evangelio, brota espontáneamente el sistema mejor para
constituir y gobernar la
sociedad civil y aun
el propio Estado.
La
Iglesia Católica y
el Pontífice romano a su frente, guardianes de las normas
inmutables de la moral y de la justicia,
depositarios e intérpretes de la doctrina evangélica, son, por misión
divina, los definidores de la
doctrina que sirve de
solido fundamento a la sociedad civil y
al orden de los
Estados y los propulsores de las
grandes instituciones
publicas , nacionales y ecuménicas.
Nunca
ha pretendido la Iglesia
que, fuera de su seno y
sin su enseñanza, el hombre
no pueda conocer
alguna verdad moral.
Lo que
dice es que por
la institución de su
Fundador, Jesucristo, y por
la asistencia del
Espíritu Santo, enviado del Padre, es Ella
la única que
posee “originaria e inamisiblemente la verdad moral toda entera”
(Enc.Divini Illus Magistri, Pío XI).
Derivas actuales
No
quiero esto decir
que la Iglesia deba inmiscuirse en el gobierno
de los estados, ya que
religión y política son, por su naturaleza especifica, diferentes.
Pero sí es un craso error -y
horror- buscar la norma constitucional de la vida política
al margen de las doctrinas
de la Iglesia, y construir sus instituciones , trazar su
ordenamiento jurídico o dictar
sus leyes fundamentales sin tenerlas en cuenta.
En
tal grave error han
caído y recaído, por no hablar de los
antaño Estados cristianos y a lo largo de los últimos dos siglos, muchas
doctrinas y sistemas
políticos que inundan la actualidad: el modernismo, el racionalismo, el laicismo, el liberalismo, la masonería, el
materialismo, los nacionalismos,
el totalitarismo, el comunismo,
el socialismo en cualquiera
de sus desarrollos, la democracia liberal o
burguesa, etc.. Otros, que
se llegaron a
proclamar como movimientos católicos, de triste memoria, han
incurrido en desviaciones reprobables, como la “Acción Francesa” o
el “Sillón”,… ; que
parecen anticipar la marea
de errores que inundan
todos los ámbitos
actuales.
Por
las encíclicas papales
y por
los mensajes y discursos pontificios de todo este tiempo, desde
Pio VI a Pio XII, desfilan en imponente procesión, execradas por la
condenación papal, las doctrinas erróneas de estos últimos doscientos años, acompañadas del racimo de
sus males , que son objeto, una veces
de explicita condena y otras, en oportunidades de mostrar el error y
sus consecuencias.
Ya son de
sobra conocidos acontecimientos
históricos como la política atea
de Francia, la obra masónica de la Segunda Republica española,
las leyes persecutorias de la revolución mexicana, el
ya viejo fascismo italiano o los
aun hoy no extintos socialismo y comunismo.
Pero
estas citas del pasado, no deben en ningún momento,
hacernos olvidar el presente, ni caer en la equivocación del agiornamiento (Iota Unum,Romano Armerio): la confraternización con el mundo.
Son muchas
las voces que se levantan (sobre todo en la jerarquía eclesiástica actual) que
alaban el sistema mayormente imperante: la democracia liberal. Pero, tal y como indica
D. Rafael
Gambra, “Democracia responde a la pregunta “ ¿Cuál es el origendel poder?”, afirmado que este se haya en el pueblo, en la mayoría empírica, única fuente de verdad.
La
constitución cristiana
Presenta ésta una gran perfección,
de la que
carece la constitución
de los
restantes sistemas
políticos.
En
ella los derechos
de los ciudadanos son respetados
como inviolables y son defendidos
bajo el patrocinio de las leyes divinas. Sus deberes son definidos con exactitud
y su cumplimiento sancionado con
eficacia.
Las
leyes se ordenan al
bien común y no dependen
de esa
mayoría empírica que
es la suma aritmética de opiniones, sino de la
Verdad y de la Justicia.
La
autoridad de los gobernantes
queda revestida de un cierto carácter sagrado viéndose frenada para
que no se aparte
de la justicia sin degenerar
en abuso de poder, que convertiría
su ejercicio en ilegitimo ("Lectura super epistolam ad Romanos´ de Santo Tomás deAquino”; «cum aliquis secundum
preacepta divinae iustitiae utitur concessa sibi potestate”, «cum aliqui
potestate sibi data utuntur contra divinam iustitiam»).
Por
otro lado, la obediencia
de los ciudadanos
tiene como carácter una
honrosa dignidad y mérito, ya
que no es el
sometimiento del hombre
al hombre, sino sumisión
a la voluntad
de Dios, que ejerce
su poder por medio de
los hombres.
La
igualdad que proclama
una constitución cristiana
del Estado conserva intacta la distinción entre los varios ordenes sociales exigida
por la naturaleza; la
libertad que defiende no lesiona los
derechos de la verdad, que son
superiores a los de
la libertad; ni los
de la justicia que deben prevalecer sobre los del número y la fuerza; ni los derechos de Dios, que son superiores a los del hombre.
La Iglesia acepta con gusto los adelantos que trae el tiempo, y es calumnia afirmar que mira con malos ojos os sistemas políticos modernos. Por el contrario, Ella hace servir al bien común las transformaciones más profundas de la Historia, aporta la solución verdadera a los más intrincados problemas y promueve el primado del derecho y la justicia, que son los fundamentos más firmes de los Estados.
Para ello, la Iglesia no tiene que renegar del pasado. Le basta con tomar los organismos rotos por la revolución y, devolviéndoles el espíritu cristiano que los inspiró, adaptarlos al nuevo medio creado por la evolución material de la sociedad contemporánea.
La Iglesia acepta con gusto los adelantos que trae el tiempo, y es calumnia afirmar que mira con malos ojos os sistemas políticos modernos. Por el contrario, Ella hace servir al bien común las transformaciones más profundas de la Historia, aporta la solución verdadera a los más intrincados problemas y promueve el primado del derecho y la justicia, que son los fundamentos más firmes de los Estados.
Para ello, la Iglesia no tiene que renegar del pasado. Le basta con tomar los organismos rotos por la revolución y, devolviéndoles el espíritu cristiano que los inspiró, adaptarlos al nuevo medio creado por la evolución material de la sociedad contemporánea.
Retorno a la Cristiandad
El retorno al Cristianismo es, en consecuencia, el único remedio de los males públicos que padecemos.
En el absurdo intento de emanciparse de Dios, la sociedad civil rechazó lo sobrenatural y la revelación divina, substrayéndose así la eficiencia (valor hoy tan parafraseado) vivificante de la Cristiandad, es decir, a la más sólida garantía del orden, al más poderos vínculo de fraternidad (no se entienda en su acepción Ilustrada), a la inexhausta fuente de las virtudes públicas.
Por tanto, y aunque se desarrollará en las siguientes entradas, a la Cristiandad es el lugar al que debe retornar la sociedad, donde reside el reposo, el bienestar y la salud.
No hay más que un único remedio, y no es ni opcional ni teórico, sino real y obligado, ya no sólo por la excelencia de su estado sino por la excelsitud del mandato recibido: volver al verdadero Cristianismo en el Estado y en la sociedad de los Estados.
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